


El pueblo de Rose Creek vive atemorizado por un tiránico potentado que, con la excusa de regentar una explotación minera cercana, hace y deshace a su antojo en el humilde asentamiento de granjeros y ganaderos. Bartholomew Bogue, comprando a los representantes de la Ley e imponiendo sus deseos a fuerza de pistoleros a sueldo, pretende hacerse con todas las tierras próximas a la mina. Tras una masacre perpetrada por Bogue y sus hombres en plena calle, algunos lugareños buscan ayuda externa, contratando a sus propios mercenarios para hacer justicia y recuperar lo que es suyo.
Haría muy mal el espectador en visionar Los siete magníficos, de Antoine Fuqua, con la mirada puesta de reojo en el clásico western homónimo de John Sturges. El bueno de Antoine le lanza un único guiño-tributo colocando la inmortal composición de Elmer Bernstein en los títulos de crédito finales. Son más los elementos que separan ambas películas que los puntos de coincidencia. Y, quizás, deba ser así; no hay que rasgarse las vestiduras por ello, aunque duelan —mucho— los globos oculares. Se trata de dos films distantes en el tiempo pensados para públicos y momentos históricos totalmente diferentes.
No es que en los sesenta y setenta los westerns fueran arte y ensayo, precisamente
Y la tentación de despotrique es fuerte, no crean. La sobria apuesta de la década de los sesenta poco tendría que hacer con un público como el actual, más habituado a los montajes excesivos, las explosiones sin sentido y las propuestas argumentales algo más planas, carentes de intensidad y matiz, es cierto. No obstante, quien ha visto ambas cintas no puede dejar de pensar en el aciago momento en el que el cine mainstream perdió el norte para apostar, casi exclusivamente, por mantener «anestesiada» a la concurrencia durante más de dos horas sin más recurso que la huida efectista hacia adelante.
Divertimento algo absurdo y excesivo, simplón en las premisas de partida y de difícil legibilidad
Pero, como digo, la cultura cinematográfica del grueso del público va por otros derroteros, actualmente. Sabedor de ello, Fuqua no se mete en mayores dibujos y, con el mismo argumento de base planteado in illo tempore por William S. Roberts, propone un divertimento algo absurdo y excesivo, simplón en las premisas de partida y de difícil legibilidad, más allá de unas secuencias de acción, próximas al clímax final, algo caóticas y sin demasiada «chispa».
Un plantel de actores tan lleno de grandes nombres como carente de credibilidad y «alma» —mezcla multicultural aparte, que ahora voy a ello— no llega a lastrar el largometraje, pero no consigue empatizar en ningún momento con el espectador y puede llegar a sacarle de la butaca ocasionalmente. Por citar sólo dos ejemplos: a ratos el peso dramático parece recaer en un Denzel Washington fuera de sitio para alternar, sin orden ni concierto, con un sobreactuado Chris Pratt. Se desaprovecha totalmente un personaje con mucha arista y recorrido, como el de Goodnight Robiechaux (Ethan Hawke) para centrar el foco por momentos en un totalmente prescindible Billy Rocks (Byung-hun Lee).
Podría pensarse que esta última concesión en el reparto y la trama tiene más que ver con los responsables de esta revisión —la historia es de Akira Kurosawa, Shinobu Hashimoto y Hideo Oguni, con guión de Richard Wenk y Nic Pizzolatto— que con las exigencias de la propia historia que, bien mirada, no tiene por dónde cogerse.
Ni conflictos raciales, ni resortes motivacionales claros, ni tensiones internas en el grupo
Por muy benévolo que quiera uno ser con la propuesta de Fuqua no hay quien se crea que en el lejano Oeste del XIX un caza recompensas de color pudiera comandar con autoridad y acierto a una cuadrilla de justicieros compuesta por un jugador alcohólico, un delincuente mexicano, un trampero con querencias de predicador, un veterano de guerra con miedo a la muerte, un asiático que ni es vaquero ni es samurái pero lo intenta en ambos casos y, para rematar, un indio apache con cresta mohicana que pasaba por allí y, casualmente, se apunta a la fiesta porque se aburre.
Ni conflictos raciales, ni resortes motivacionales claros, ni tensiones internas en el grupo. Ni tan siquiera la tan socorrida tensión sexual no resuelta. Un pastiche apresurado que, no obstante, al público contemporáneo puede hasta gustarle, si no es demasiado exigente. Duele casi tanto pensar en el clásico de Sturges como en la excelsa obra del propio Kurosawa, «Los siete samuráis» de la que ambas películas beben directamente. En esta ocasión el tiro les ha salido por la culata a todos. Y es una pena.
Nota: 4,5