


Si algo parecen compartir todos los genios es que han tenido siempre detrás una voz que ha sabido patrocinarles, promocionarles o, en ocasiones, encauzarles. En el caso de primeros espadas como Fitzgerald (El Gran Gatsby, El curioso caso de Benjamin Button…) o Hemingway (Fiesta, Tener y no tener, El viejo y el mar…) parece que fue el editor Maxwell Perkins.
Después de su paso por el New York Times, Perkins comenzó a trabajar en la prestigiosa editorial Charles Scribner’s Sons en 1910, introduciendo a su llegada un giro en la tradicional política editorial de la empresa: se empeñó en publicar a nuevos y jóvenes talentos. Así, se sabe que trabajó por levantar la primera novela de Fitzgerald que había sido rechazada por otras casas; que peleó con sus asociados para publicar el primer texto de Hemingway y que, por supuesto, tras el éxito comercial de ambos nunca nadie dudó de su ojo editorial. No obstante, el filme dirigido por el novato Michael Grandage, aunque menciona a ambos literatos, se vale de la figura del editor para mostrar realmente el protagonismo de otro eminente autor de la llamada Generación Perdida: Thomas Wolfe.
Quizá menos famoso a este lado del charco que sus contemporáneos, y probablemente eclipsado en buena medida por el autor homónimo de varias décadas después, Wolfe, a diferencia de otros novelistas, era un torrente de creatividad casi inabarcable a la par que una personalidad arrolladora. Sus manuscritos de miles y miles de páginas tuvieron que ser generosamente «podados» por recomendación de Perkins para hacer de ellos algo comercialmente vendible, lo cual, al parecer, provocó un distanciamiento entre ambos en sus últimos momentos.
El filme, embelesado en la fuerza creativa del «genio», cae sin embargo en una sucesión de clichés visuales sin demasiado fundamento y un guion más centrado en la sonoridad poética del recitar de los pasajes que en narrar una historia realmente interesante. No existe un conflicto más allá del verbalizado a voz en grito por un histriónico y antipático Jude Law y un taciturno —y siempre con sombrero— Colin Firth mientras tratan de reducir la segunda novela del primero a algo publicable —proceso que se demoró dos años—.
Sólo la presencia de una estirada Nicole Kidman aporta cierto matiz al drama en su papel de Aline Bernstein, amante adúltera de Wolfe, que de pronto se encela de la amistad que nace entre escritor y editor llegando a amagar de forma pueril con el suicidio. Igualmente sutil es la aportación de Laura Linney, que interpreta a la esposa minusvalorada del exitoso editor y cuya historia, indudablemente más interesante que la del propio Wolfe, queda relegada al espacio del hogar, el cuidado de las hijas —que, por cierto, nunca crecen— y la discreta solvencia de las buenas actrices secundarias.