


King Kong, la película de 1933, es uno de esos filmes tan icónicos e inmortales que sigue siendo capaz de sobrevivirle a todos los remedos contemporáneos, ya estén protagonizados por los desnudos de Jessica Lange en los setenta o por el gesto contenido de Naomi Watts en 2005. En esta ocasión, quizá para desvincularse de sus precedentes y alejarse lo más posibles del resto de historias de simios que cada dos o tres años llegan a las carteleras del planeta, se nos presenta una película que no sólo no rinde pleitesía a su originaria sino que además no la respeta en absoluto. Ni la chica es el reclamo erótico ni el mono trepa rascacielos.
Apenas terminada la intervención estadounidense en la guerra de Vietnam, un grupo de científicos logra el beneplácito de las autoridades para desarrollar una investigación en una isla aparentemente desconocida del océano Pacífico. Según se narra, un ciclón perpetuo ha protegido el lugar de ojos curiosos durante siglos. Comenzada la expedición, a nadie parece extrañarle, en principio, que el director del proyecto solicite apoyo militar, pero lo cierto es que él ya sabe por anteriores experiencias lo que se van a encontrar allí: insectos gigantes, animales extintos y un simio de cuarenta pisos de altura custodiando todo el lugar.
El filme, no obstante, abandona rápidamente su premisa inicial (dar a conocer al monstruo) para centrarse en un particular duelo de egos entre el Coronel Packard, interpretado por Samuel L. Jackson, y el desproporcionado gorila que se ha convertido de la noche a la mañana en la obsesión vital del militar. Mientras tanto, el resto de la expedición, que se ha dispersado a causa de los manotazos del simio, termina hallando a un curioso mentor que se encarga de explicarles todas las reglas del juego de viva voz.
Con una factura visual interesante, por atrevida y postmoderna —y que no niega el constante homenaje a Apocalypse Now—, el fondo de la historia parece querer sugerir una lectura un tanto maniquea: los monstruos que nos protegen de otros monstruos son tolerables. Kong, que es el ominoso monarca de la isla a quien temen y adoran cual dios sus únicos habitantes, resulta ser también el único capaz de mantener a raya a una especie rival de lagartos de dos patas. No se dice, pero se sugiere la lectura política: si Kong desaparece, nada detendrá a los reptiles en su ascenso a la superficie.
Con todo, se trata de un filme de acción dinámico y rítmico que se deja disfrutar y que sabe alternar instantes de puro homenaje visual con una estética en ocasiones videoclipera y momentos de brillante ejecución. Lástima que la historia sea, en el fondo, tan convencional.