


En su afán por remozar todo su acervo de clásicos de animación con rostros humanos, Disney ha echado mano en esta ocasión de la historia de amor entre la princesa y el ladrón que ya salvara, al menos un día y siempre según la leyenda, a la astuta Sherezade en Las mil y una noches. En esta ocasión la historia llega a la gran pantalla con las facciones y voces de un plantel de intérpretes poco conocido pero capitaneados, eso sí, por el torbellino de Will Smith en el papel del Genio de la Lámpara.
La historia no es complicada. Jasmine, la princesa de un lejano sultanato, se escapa del palacio donde la tienen recluida para conocer el mundo que hay más allá de sus murallas. En su aventura se topa con Aladdin, un tunante que vive de lo que puede robar a sus vecinos. Y se enamoran. No obstante, la verdad cae como un jarro de agua fría sobre la pareja: sus diferentes clases sociales les impide contraer matrimonio. Paralelamente, el malvado visir Jaffar ve en Aladdin la oportunidad de recuperar, aprovechando sus dotes de ladrón, una antigua reliquia mágica: la lámpara de aceite donde habita un genio que concede tres deseos a quien la frota. Efectivamente Aladdin se hace con el tesoro y se convierte en acreedor de su magia, que aprovecha, como es predecible, para investirse a sí mismo con ropajes de príncipe con los que poder conquistar a la princesa.
El Aladdín de carne y hueso, paradójicamente, pasa menos hambre que el de animación
Si bien la película dirigida por Guy Ritchie tiene todos los elementos fundamentales del clásico de dibujos animados, da la impresión de que, paradójicamente, haber corporeizado a los personajes los ha despojado de su alma. Están los fundamentos, está el argumento principal, están las canciones y los bailes… pero no está el encanto que transmitía la original en sus dos dimensiones.
Tal vez parte del problema sea que, si bien han respetado estéticamente todo lo imprescindible de la original, se han dejado en el tintero la oscuridad que tenía aquélla. El Aladdín de carne y hueso, siguiendo con la paradoja, pasa menos hambre que el de animación; las calles y las gentes del pueblo son más amables, cómicas y simpáticas que en su precedente —incluidos los guardias del sultán, que no transmiten la menor sensación de peligro—; y el visir Jaffar de imagen real queda lejos en maldad y argucias del tenebroso dibujo original. Tampoco ayuda, como es lógico, el grato recuerdo de la interpretación de Robin Williams —y del cómico Josema Yuste, encargado del doblaje español— como el genio clásico.
No obstante, todos estos problemas saltarán a la vista de los viejos del lugar que se adentren en la sala. El público infantil, que es a quien va dirigida la película, probablemente la disfrute de principio a fin. Y eso es al final lo que importa.