El principal problema que tengo con Allí abajo es que la emiten a la vez que Masterchef y claro, como buen glotón, la comida me puede. No obstante, eso no quita que siga la serie ambientada en Sevilla a mi ritmo. Lo maravilloso del siglo en que vivimos es que no hace falta estar delante de la televisión a una hora determinada para ver el último capítulo de lo que sea, aunque los que emiten las series parece que no se lo terminan de creer.
Allí abajo me hace gracia, me resulta amena y se me hace corta, lo cual es un logro dada su estiradísima duración —This is España!—. Vale que los chistes son eminentemente de diálogo; vale que los intérpretes juegan el cliché con mayúsculas, y vale que la serie aprovecha sin disimulo el tirón de los Ocho apellidos vascos. Pero está bien hecha, y cumple sus objetivos. No me puedo quejar.
En primer lugar, no puedo dejar de agradecer al dios de la tele que alguien en algún lugar haya decidido emplear escenarios reales, con su iluminación real y su fotografía real. Las paredes del hospital son de verdad; los exteriores de la serie son de verdad; incluso los planos de la cabecera son de verdad. ¿El resultado? La serie me parece de verdad, aunque los personajes sean de lo más exagerado. Este elemento aporta tanto —tantísimo— que cuando han optado por algún croma en las escenas de la taberna de Euskadi se ha notado, y mucho. Por suerte, el sur predomina.
Aunque el diálogo predomina, lo que subyace son pulsos de verdad, de los que tienen enjundia
En segundo lugar, los diálogos me hacen gracia. Es verdad que algunos personajes están más que pasados; es cierto que en algunos casos la locución es demasiado paródica, y es verdad que, en ocasiones, hablan de más y hay un leve abuso del circunloquio. Es verdad. Pero no me importa si la situación termina con un buen chiste, con un buen punto, con una sonrisa. La interpretación, por supuesto, también hace mucho en este sentido. Debo reconocer que el protagonista me parece el personaje más sosaina de todos, pero por fortuna está bien acompañado por un plantel de secundarios que saben poner el tono. Eso sí, Mariano Peña, que eres onubense como yo, sabes perfectamente que el acento «fisno» que haces es una versión tan exagerada que a nadie le suena natural. Hazme el favor, hombre.
En tercer lugar, la comedia de situación me parece bien llevada. Aunque el diálogo predomina, lo que subyace son pulsos de verdad, de los que tienen enjundia: el cuadrilátero amoroso, el despertar de la madre en el momento más inoportuno, el trasfondo del protagonista y el acierto incuestionable de juntar en un portal a la cuadrilla con las tres maris del patio de luces. Muy mal, ojo, muy mal tendrían que dialogar eso para que ahí no hubiera comedia. Es más, me gusta que ataquen el prejuicio sin miramientos.
¿Qué le falta? Sinceramente, tengo la impresión de que lo único que realmente falta es más. Sí. Más. Más de todo. En algunos momentos me ha dado la impresión de que han planteado situaciones que, aun estando bien rematadas, podrían tener más recorrido —el instante en el mercado de pescado podría haber dado, por sí solo y con cuatro señoras de Triana, para un capítulo completo, igual que la locura del caballo desbocado—. No obstante, me parece que sólo es cuestión del tiempo. Un hospital en Sevilla es un microcosmos de por sí, así que con cuatro peces fuera del agua y en manos de guionistas de comedia la cosa no puede sino crecer.