


No sería descabellado afirmar que parte del éxito de Ocho apellidos vascos respondió más a la desmitificación nacionalista y el morbo de los contrastes regionales que hacia la historia en sí. Más que a la comedia del año, y sin menosprecio de la orfebrería de Cobeaga y San José, da la impresión de que el público acudió en masa a ver una caricatura propia que permitiera, bajo el velo del humor, afrontar nuestras propias vergüenzas. Por ello no es de extrañar que, ante el panorama político y social que vivimos, el cine haya intentado al menos por una vez ponerse al día e incluso ir por delante de la sociedad.
No hubo boda. Por alguna razón que se escatima a la audiencia, el romance vasco-andaluz de Amaia y Rafa quedó en agua de borrajas. Él ahora encabalga rollos de un día para olvidarla y ella camina por otros lares. Pero Koldo, su padre, parece haber comprendido que el andaluz es el mejor hombre para su hija. Cuando le llega la noticia de que Amaia se casa con un catalán no dudará en ir, Guadalquivir arriba, hasta el encuentro con quien considera su yerno ideal. Hay que evitar la boda, y Rafa, que acepta sus sentimientos nada más ver al vasco, se lanza de cabeza y sin freno en una descabellada aventura.
La boda, sin embargo, se llevará a cabo en un pueblo muy particular. Pau (Berto Romero), el novio, es un artista moderno adscrito a la ola más contemporánea de la corriente hípster. Como su anciana y nacionalista abuela parece haber perdido la cabeza, y para no darle mayores disgustos, ha logrado a golpe de talonario que todo un pueblo gerundense finja vivir en lo que sería una Catalunya independizada. Salvando un grupo de abnegados españolistas que se acuartelan en el bar local comiendo jamón, parece que todos los demás aceptan de buena gana pasar por el aro del catalanismo de mentira, incluyendo a la novia y sus invitados sorpresa, entre los que está el ex de marras.
Sería muy generoso decir que la secuela de Ocho apellidos vascos está a la altura de su predecesora
Sería muy generoso decir que la secuela de Ocho apellidos vascos está a la altura de su predecesora, igual que sería ingenuo no reconocer que la motivación de una producción tan fugaz ha sido más la económica que la dramática. La pieza aqueja las prisas de una realización enclaustrada en apenas un único escenario, donde la rocambolesca trama se apoya más en el enredo de habitaciones que en la comedia inteligente; más en el chiste de diálogo que en la situación graciosa. Los personajes cumplen con el cliché dejando entrever más profundidad a instantes, en especial el interpretado por Karra Elejalde. El logro, eso sí, incuestionable, es haber sabido una vez más exponer el conflicto nacionalista al desnudo, con sorna y a través del balsámico humor en un instante político, cuanto menos, delicado.