En junio de 2014 apareció en mitad de un monte de la cercanías de Petín (Orense) el 13% de Martin Verfondern. Sus restos llevaban cuatro años a la intemperie, en una zona escasamente poblada y transitada, acaso, por lobos y alimañas. Su homicida fue Juan Carlos Rodríguez, discapacitado intelectual. El hermano mayor de este, Julio, fue quien se deshizo del cadáver. El motivo, una disputa de tierras sobre las que, según avaló la justicia, el holandés afincado en España tenía todo el derecho.



Este suceso sirve de inspiración a Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña para el drama As bestas. En la película, una pareja francesa se muda a un pueblo casi deshabitado de la montaña gallega con la idea de desarrollar el cultivo sostenible, la rehabilitación del entorno rural, y la comunión con la naturaleza. Se le oponen los lugareños, encabezados por los hermanos Anta que, primero, no quieren ver extranjeros mancillando sus tierras y, segundo, quieren llevarse caliente el dinero que les ofrece una eólica por el monte —siempre que se ceda por unanimidad de todos los propietarios—. El francés se opone en rotundo a que los molinos de viento terminen de vaciar de vida la región.
Se trata de una película descomunal. Dividida en dos partes, la primera refleja la perspectiva viril y masculina de los hombres mientras que la segunda aborda la visión de las mujeres; la primera es un western con instantes de terror y la segunda un drama intimista. Ambas partes componen un todo donde el director y la guionista imparten con una caligrafía modélica y contundente una cátedra sobre la naturaleza de la bestia humana.
La obra retrata la colisión de dos mundos irreconciliables. En casa del francés neorrural hay libros, en la de sus antagonistas no hay más que mierda que vaca. El primero busca una vida idealizada cargada de ingenuidad y cierto paternalismo; los segundos, la aspiración de mejora que promete el dinero rápido. Si no fuera por la crudeza y la brutalidad, ambas opciones se verían igualmente comprensibles.
Sustentan la obra, además de una fotografía naturalista que tiene en el paisaje —y en la variación de las estaciones— su mejor aliado, interpretaciones soberbias por parte de todo el elenco. Sorprenden los dos planos secuencia que ofrece el director, especialmente el primero de ellos, donde sencillamente dispone la cámara en un encuadre fijo de diez minutos que llenan hasta rebosar las interpretaciones de Denis Ménochet y un Luis Zahera inconmensurable.
La coproducción ya ha tenido más de 350.000 espectadores en las salas de cine francesas. No podemos ser menos.