


Nacida a la sombra de la magistral Drive de Nicolas Winding Refn, y con un argumento que parece sacado de ella con una hoja de calco, Baby Driver marca la diferencia directamente desde el nombre. Lejos de la hamartia fatídica y trágica de su contundente antecesora, el filme escrito y dirigido por Edgar Wright plantea una narración más cercana al fast food de explosión y gasolina.
Baby es un muchacho que arrastra consigo dos lacras irremisibles. La primera de ellas, la pérdida de su madre en un accidente de tráfico que le dejó a él la secuela —y eterno recordatorio— de padecer acúfenos: oír constantemente zumbidos o golpes en el oído interno. La segunda, estar en deuda con un atracador de bancos al que, por lo que se nos cuenta en diálogo, el protagonista le robó lo que no debía en golferías de infancia.
No obstante, Baby está tratando de ponerle remedio a ambas. Para combatir los acúfenos está constantemente enchufado a alguno de sus muchos iPods, con cuya música logra eludir la molestia. Para librarse de su deuda, se dedica a conducir el coche de fuga en los golpes que comete su acreedor. Porque otra cosa no, pero al volante Baby es un fiera.
Si de por sí suena ya interesante la trama, la cosa se adereza con dos ingredientes combustibles: la locura y el amor. La locura, primero, encarnada en los compañeros de reparto del villano: ladrones de bancos de recortada y careta que encañonan sin titubeos ni conmiseración, con los que tendrá que compartir asiento y huída el mozo de los auriculares. El amor, después, personificado en Debora, arquetípica camarera de cafetería de carretera que sin comerlo ni beberlo, y gracias al azar del Courier 12, se verá envuelta en la historia.
La narración, que comienza con persecución y sigue con plano secuencia, se maneja con magistral desenvoltura en el viejo arte de montar música —muy buena música— e imagen. Las persecuciones de coches por las autovías de la soleada Atlanta son un primor, y la trama se deja saborear con el mismo gusto que una hamburguesa de Johnny Rockets en la Ruta 66. De hecho, solo el inmenso trabajo Jamie Foxx justifica el desembolso.
Sin embargo, como la hamburguesa, al final el filme termina siendo un buen puñado de calorías vacías. Las persecuciones, el asfalto, la música prestada y el buen trabajo de —uno de— los actores se dan de bruces contra el muro de la realidad: falta guión. Los personajes terminan dando volantazos, comportándose de manera errática y sin saber muy bien a dónde quieren ir; la historia se pierde en un tercer acto que, por querer apostar más alto, termina siendo ciencia ficción, y el epílogo suena a patochada almibarada de última hora.