El día en que lo iban a matar, delante del sicario que le apuntaba con el arma, el joven productor Manny observó sobre la mesa los retratos que se había hecho el meritorio que le suministraba la droga. Así descubrió, en tan mal momento, el deseo que tenía su camello por ser actor. Unos pocos años antes él también había estado en esa misma posición. En su caso, no aspiraba a actuar, pero sí a hacer algo grande. Por eso sirvió como chico para todo en el Hollywood de los años locos. Primero organizando orgías, luego orquestando rodajes.



Fue en una de aquellas fiestas donde conoció al huracán de Nellie LaRoy, una belleza venida de alguna parte dispuesta a comerse el mundo. Era destartalada, divertida, alocada… y tenía el don de poder llorar a voluntad ante la cámara (para hacerlo, sencillamente pensaba en su hogar). Manny se enamoró de ella nada más verla, y por eso terminó, años después, frente al cañón del arma de un sicario.
Jack Conrad estaba también en la fiesta donde Manny encontró a Nellie (en realidad, todo el mundo estaba en aquella fiesta, pero tan desnudos que eran irreconocibles). Manny tuvo que encargarse de llevarle de vuelta a su casa cuando el icónico actor, leyenda del cine mudo (que por entonces era el único cine que había), perdió el conocimiento tras la octava botella. De ahí surgió una relación profesional que desembocó en un rodaje tras otro, en una fiesta tras otra.
Junto a ellos, el trompetista Sidney Palmer, la reina del cotilleo Elinor St. John, la misteriosa Lady Fay Zhu, diva oriental y lesbiana que trabajaba como cartelista, o el meritorio de producción que se ganaba la vida como camello mientras soñaba, con sus retratos, llegar algún día a ser actor.
Babylon es una obra de cine sobre cine que juega a retratar la realidad desde la incuestionable veracidad de la ficción. Es grotesca, deshilvanada, apoteósica… y también imprescindible. Sus tres horas se pasan como una montaña rusa de emociones gracias, en parte, al retrato humano que destilan sus intérpretes y la fotografía simbólica (y analógica) que maneja el director y guionista Damien Chazelle para imprimir su fantasía sobre el material con que se hacen los sueños.
Decir que dos obras son incomparables es ya en sí compararlas, y tal vez por ello el propio Chazelle cita sus referentes y alude, de manera directa, al mismo cine que él fabula. De este modo, si Cantando bajo la lluvia es el mejor remedio contra la depresión, Babylon es su contestación dramática y metalingüística; lisérgica, cruel y veraz. Su reverso tenebroso.