El pequeño Buddy, a pesar de su corta edad, es alguien muy conocido en su barrio. Zona obrera y humilde de la ciudad en plenos años sesenta, la vida se hace en la calle. Los niños juegan sin temor correteando por las aceras hasta que sus madres, con una voz, los llaman para almorzar o para cenar. Cualquier vecino conoce la procedencia y el parentesco de todos a su alrededor. De hecho, es normal identificar a todo el mundo con el número de su casa junto al nombre: Fulanito, que vive en el 18; Menganito, que vive en el 43. La vida es eminentemente feliz. Salvo por los cócteles molotov.



Porque Buddy ha tenido la desgracia de nacer en Irlanda del Norte en su momento más cruento. Hordas de vecinos asaltan las calles rompiendo escaparates y amedrentando a todos a su paso con la intención, primero, de expulsar al diferente —aunque la diferencia sea simplemente de credo— y, segundo, de implicar al análogo: si no estás conmigo apedreando a los demás es que estás contra mí.
A Buddy nada de esto le interesa. Las únicas preocupaciones que tiene en su vida son sus abuelos y avanzar puestos en los pupitres de la escuela para sentarse al lado de la chica que le gusta. Eso, y también ir al cine con su padre, que por motivos de trabajo tiene que pasar semanas enteras en Londres y a quien solo ve cada quince días. No entiende por qué hay bandas de protestantes incendiando los coches de las aceras; no comprende por qué hay vecinos a los que, supuestamente, no debe saludar; no entiende qué quieren esos hombres que de vez en cuando afean a su hermano mayor que no participe en los pillajes.
Y, sin embargo, le toca vivirlo. Le toca sufrirlo. Su padre quiere llevarse a la familia a Inglaterra, lejos de la violencia de Belfast; pero su madre no quiere abandonar la tierra de sus ancestros. No quiere sentirse extranjera en su propio país. Sin embargo, es también consciente de que tarde o temprano alguien pondrá cerca de su hijo un cóctel molotov, bien para recibirlo o, quizá peor, para lanzarlo.
Rodada desde la perspectiva emocional de la propia memoria, Kenneth Branagh elabora un relato complaciente sobre su infancia en las calles de Irlanda del Norte. A pesar de lo dramático del lugar y su conflicto, la película rezuma alegría, positivismo y tiene instantes de genuina comedia gracias, en parte, al hallazgo del jovencísimo Jude Hill, que alegra el mundo con su mirada. La puesta en escena resulta deliberadamente compleja y abarrotada, con encuadres de conjunto que enfatizan la sensación de tener siempre a mucha gente apretujada en un espacio estrecho (en todos los sentidos). El único problema: lo naive del relato y la visión idílica. Pero es normal y hay que perdonarlo pues, ¿qué niño no ve en su padre a un héroe sin fisuras?