Según ha contado Michel Keaton en alguna entrevista, mientras rodaba la famosa escena de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) en Times Square, un miembro del equipo se le acercó con un desconocido que tenía tatuado en el brazo, con sorprendente detalle, el rostro de Bitelchús. Keaton, al verlo, se mostró sorprendido y halagado, y le felicitó. El dueño del tatuaje, después de un rato, preguntó con absoluta indiferencia si podía marcharse ya. Sencillamente, no había reconocido que la cara que tenía tatuada sobre la piel era la del actor que estaba delante. En cierta forma, el sentido de la última película de Alejandro G. Iñárritu navega sobre esa misma premisa: la fama perdida, el egocentrismo como motor de la existencia y la necesidad constante de reconocimiento en la sociedad actual.
Birdman pone a Michael Keaton en la piel de un actor de antiguas películas de superhéroes en declive —alguien no muy diferente a sí mismo, de hecho, ya que el actor fue el rostro del Batman de Tim Burton— que trata por todos los medios de recuperar la reputación perdida dirigiendo y protagonizando una obra teatral en Broadway. Realmente, la reputación nunca fue más que mera celebridad, y la obra teatral que él mismo ha adaptado no es sino un disparate en el que arrastra a su hija toxicómana (Emma Stone) a modo de asistente, a su mejor amigo de la infancia fingiéndose productor (Zach Galifianakis), y a todo un piélago de intérpretes de primer nivel como Edward Norton o Naomi Watts a los que acompaña, en la sombra, la vocecita de su propia y descarnada conciencia transfigurada en el personaje que antaño le llevase a la fama. Poco a poco vamos asistiendo al patetismo de su caótico descenso a la locura a través de desquiciantes escenas cargadas de humor ácido.
El mayor conflicto del protagonista es no poder recuperar un instante de reconocimiento ante el inexorable paso de la vida
Ubicar la historia en las entrañas de una producción teatral abre un amplísimo campo para el juego de los actores. Las magistrales interpretaciones de todos los integrantes del plantel es uno de los pilares fundamentales de la producción, si bien no es el único. La fotografía y la banda sonora contribuyen de manera consciente a aportar esa sensación de continuidad irrefrenable del tiempo. La primera mediante el desarrollo de un falseado plano secuencia durante todo el metraje; la segunda, reduciendo todo el acompañamiento musical a una improvisación de batería de jazz. Y es que, en última instancia, el mayor conflicto del protagonista es no poder recuperar un instante de reconocimiento ante el inexorable paso de la vida y la necesidad constante de adaptación a la nueva sintonía de los tiempos.
No se puede negar, por otro lado, que parte del atractivo de la propuesta reside en su metalenguaje cinéfilo. Birdman se mofa de la industria desde la industria. Edward Norton, conocido por su exagerada adhesión al «método» interpretativo, parece parodiarse a sí mismo, igual que el propio Keaton, que ha sido nominado al Óscar. Quién sabe si ahora, haciendo el papel de vieja gloria, terminará ganando el reconocimiento que nunca se esperó en los noventa, cuando interpretaba a un superhéroe de fama internacional.
Artículo originalmente aparecido en el nº765 del semanario Tribuna Universitaria de Salamanca.