


Algo tienen las historias de gansters que generan cola. Desde que el séptimo arte es séptimo arte, la vida disoluta de los criminales ha sido objeto de deseo cinéfilo; parafilia de propios y ajenos; pecado venial de narradores de alcurnia. No hay subgénero más explotado ni mejor valorado por la crítica popular.
Si no lo creen echen un ojo a las listas y rankings: en cine encontrarán entre las diez mejores películas de todos los tiempos alguna de gansters, y en series el liderato indiscutible lo sigue teniendo aquella de la que esta revista toma el nombre. Por eso el estreno de Black Mass ha sido tan esperado, y tal vez por eso mismo su resultado quede tan por debajo de las expectativas.
Aprovechando una amistad de la infancia, el mafioso de origen irlandés James ‘Whitey’ Bulger acepta convertirse en informante del FBI. El objetivo, tanto del mafioso como del oficina de agentes de la ley no es otro que limpiar las calles de Boston de la peor red de crimen organizado que la tiene corrompida —y los más directos rivales de Bulger—, la mafia italiana. Logrado su objetivo, y bajo el amparo de los federales, poco a poco se irá convirtiendo en el capo más peligroso de la ciudad.
Con un guión solvente y el paracaídas del «basado en hechos reales», la película dirigida por Scott Cooper nace bajo la influencia —y la sombra— de muchos precedentes del cine de gansters a los que no llega a igualar. Con personajes planos y unidimensionales, tramas predecibles sin gancho y una ejecución tediosa, la película parece más un documental que un film basado en la vida de alguien más o menos peculiar. Porque incluso el protagonista, un abominable psicópata, se mueve en la única dimensión que le permite la trama: la del malvado porque sí, porque él quiere, porque puede y porque es así. No hay forma de encontrar el menor asidero al que agarrarse emocionalmente, como sí tienen otros prohombres del gansterismo cinematográfico cuya brutalidad, en cierta forma, puede verse justificada en la avaricia, la venganza o la familia.
Pero es que el villano es Johnny Depp con lentillas azules, y en esta ocasión parece tomarse el papel en serio
Mucho más interesante hubiera resultado la historia de su hermano en la pantalla, un político que trata por todos los medios de no mezclarse con todo lo que simboliza Bulger; mucho más interesante, igualmente, habría sido contar la historia del policía número dos, el compañero del corrupto que tiene por fuerza que mirar hacia otra dirección y que termina confesándose a los periodistas como pidiendo el perdón de Dios; incluso la historia de la esposa del ganster, una furtiva Dakota Johnson que desaparece en el primer acto, hubiera sido más interesante que este devaneo masoquista por la maldad sin sentido del villano.
Pero es que el villano es Johnny Depp con lentillas azules, y en esta ocasión parece tomarse el papel en serio. Nada de histrionismos, nada de excentricidades ni aspavientos. Un Depp somero y centrado que encarna bajo una densa capa de maquillaje rubio al terrorífico capo de la mafia irlandesa y que, no podemos negarlo, está soberbio a pesar de no tener alma. Sin duda en él se centra todo, el comienzo y el fin de la historia, y sin duda él es quien sostiene toda la narración. Lástima que sea un malvado tan malvado que termine echándonos de la sala; lástima que no tenga ni siquiera el encanto de Tommy DeVito, la inteligencia de Tommy Shelby, el desenfreno de Tony Montana, la integridad de Vito Corleone, el carisma de Nucky Thompsom o el corazón de Tony Soprano.
Es plana y predecible, cierto. A mí no me pareció tediosa sin embargo; pese a todo, el papelazo que se marca Depp merece la pena el visionado, en mi opinión. En secuencias concretas llega a dar hasta «canguelito». Es verdad que el desarrollo del papel del senador habría estado fenomenal, pero no creo que desmerezca el resultado final