Cuando parece que se han calmado las cosas en la ciudad norteamericana de Ferguson (Missouri), en Europa muchos aún se sorprenden —sobre todo algunos medios— de la virulencia e intensidad que ha alcanzado un conflicto racial a gran escala, desencadenado por un caso aislado. Sensacionalistas como somos, creemos que los Estados Unidos de América son, realmente, el «hogar de los valientes», la tierra de los grandes sueños y oportunidades, el lugar de donde vienen las «buenas películas».
Y ese es el problema: que creemos que los Estados Unidos es lo que hemos sabido de ella, exclusivamente, a través de las películas. Por ello, en Europa se tiene la sensación de que el conflicto racial norteamericano se inició en la época de Doce años de esclavitud o Raíces, pero que con la lucha por los derechos civiles, Rosa Parks, Malcom X, el Dr. Luther King y el avance del S.XX, el odio entre blancos y negros es cosa del pasado. Que todos viven felices, comen perdices y permanecen cómodamente integrados en las «micro sociedades» de los demás. Y que lo de Ferguson es rara avis, extraño y excesivamente violento. O magnificado por los medios, que también cabe la posibilidad.
Habría que vivir en Estados Unidos y ser sociólogo especializado para emitir un juicio más atinado pero, a poco que uno rasque la superficie, se da cuenta de que el odio racial —en ambas direcciones, no con el planteamiento simplista de «negro-bueno», «blanco-malo»— forma parte, por desgracia, de la genética del país. A un nivel profundo, soterrado y casi vergonzante, dadas las alturas de siglo en las que vivimos.
Por eso resulta edificante y curioso hablarles del libro que he finalizado la semana pasada: Escupiré sobre vuestras tumbas, de Boris Vian. Si bien no vale para explicar las razones del conflicto en Ferguson, sí puede ser una herramienta útil para comprobar con qué intensidad y desde hace cuántas décadas, la confrontación racial es un problema consustancial a la nacionalidad estadounidense.
Vian publicó Escupiré sobre vuestras tumbas en 1946. Por entonces las diferencias entre blancos y negros aún eran abismales, los «oscuritos» valían bien para servir, cocinar, limpiar y atender a los «lechosos», pero para poco más. Por eso tuvo que levantar ampollas en la sociedad estirada y bien pensante de la época. Muchos intelectuales de entonces quizás se sonrojasen. Quizás por este motivo firmó la obra con el heterónimo de Vernon Sullivan, aunque lo prologase con su nombre real.
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Porque, sin llegar a resultar escandalosa, sí que es provocadora, explícita, lujuriosa y descarada. Con una mezcla muy sutil entre la sugerencia deslizada entre líneas y el lenguaje grueso, casi pornográfico. Si Vian pretendía sacudir algunos hombros, probablemente lo consiguió, en su día. Con perspectiva, pero sigue siendo una obra recomendable, en la actualidad.
El libro cuenta la historia de Lee Anderson, un negro con apariencia de blanco. Su piel, su pelo, sus manos, su cara… Nada puede delatar su origen aunque, en su interior, Lee es plenamente consciente de que es negro 100%. Al contrario que sus hermanos, que no pueden ocultar a los demás su condición, como le ocurre a él. Lee ha podido viajar, estudiar, cultivar sus maneras… Sus hermanos, no. Ellos siguen atrapados en su ciudad, donde han sido víctima de abusos y vejaciones constantes. El asesinato del menor de ellos impulsa a Lee a desplazarse de incógnito a Buckton, una ciudad cualquiera donde nadie le conoce, desde la que pretende vengarse del «hombre blanco» valiéndose de un estudiado plan y de unas curiosas armas: su propio cuerpo, sus habilidades de seducción y su proverbial habilidad en los juegos de alcoba. Lo que comienza siendo una simple historia de venganza se convierte, poco a poco, en un lujurioso viaje de autodestrucción y decadencia que, al cabo, puede llegar a desdibujar las motivaciones iniciales de Lee Anderson, un negro que no parecía negro.