Y por fin llegó Broadchurch a nuestras pantallas, después de meses y meses anunciándola en los mentideros. Serie nueva, británica, potente y en absoluto original.
Sí. A ver, seamos sinceros. Los tópicos están todos en Broadchurch: una pareja de policías que no se llevan bien; investigador principal atormentado por un inquietante pasado; asesinato de un niño del que todos los personajes son sospechosos; un entorno al tiempo idílico y apartado, casi olvidado del mundo; periodistas dando por saco en todo momento y descubriendo aquello a lo que los policías no llegan, o llegan tarde… Incluso, fíjense, tenemos los clichés de nueva generación, los más recientes: la perspectiva familiar en la trama —recuerden The Killing—, el impacto social y comunitario que tiene un suceso de estas características en una sociedad pequeña y bienpensante —recuerden Southcliffe, que pese a ser posterior en el tiempo nos llegó mucho antes—. Está todo lo que ya han visto. ¿Y qué? La propuesta es impresionante.
Porque, en realidad, sabemos lo que nos gusta. Y en el fondo a eso juega Broadchurch —al menos en los primeros episodios—: a darle al espectador todas aquellas claves de un lenguaje compartido y asimilado generación tras generación, desde los tiempos de Doyle o Agatha Christie. Nada nuevo bajo el sol, parece. Nada, o poco. O quizá algo, tal vez, quién sabe…. Porque el caso es que Broadchurch sí presenta alguna que otra novedad. De todas, quizá, la más llamativa: la pérdida de la inocencia. Quien no la ha visto probablemente tenga que esperar hasta el final del segundo episodio para cerciorarse de lo que digo, de modo que vaya por delante el aviso de spoiler: los niños esconden secretos.
Broadchurch apunta dos temas que no son del todo comunes en la ficción del palo: la espiritualidad, párroco y médium de por medio, y la relación familiar. No les adelanto nada que no se hayan imaginado ya por los trailers y reclamos que —ahora sí— está concretando Antena 3. De una parte, la víctima y la trama está íntimamente relacionada —familiarmente, casi— con la inspectora del caso. El niño asesinado es el mejor amigo de su hijo, de la misma edad. Esto, en una sociedad tan cerrada y cercana como la que presentan en la serie, es condición suficiente para que la protagonista se tome el asunto por el cariz personal. En The Killing Linden empatizaba con la familia de la víctima por sus propios y obsesivos traumas; en Broadchurch la detective siente el crimen como algo personal, como si hubieran matado algo suyo ya que, de hecho, podía haber sido su hijo.
Por otro lado, la preeminencia del cura —sospechoso, siempre sospechoso—, así como de otro personaje un tanto ambiguo que dice «hablar con los muertos», otorga cierta dimensión espiritual. No piensen que el asunto roza los límites de Cuarto Milenio. En absoluto. El médium es tratado como un loco —aunque tendrá su influencia sobre una familia devastada— y el cura como un párroco con intereses más prosaicos que evangelizadores, pero no por ello dejan de estar ahí para quien los quiera entender. Veremos por dónde sigue.
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Lo que me atrae, más que nada, es la relación entre los policías, la relación entre los periodistas y además, claro, la relación de ambos colectivos entre sí. La serie introduce temas como el manejo de la información en la era del Twitter, así como la relevancia del diario en papel de toda la vida y su valor en determinados entornos. Lo local frente a lo inconmensurable de la red. La puesta en escena es envidiable hasta más no poder. Perfeccionista y autoconsciente. ¿Cómo explican si no la chulería de presentar a todos los personajes secundarios en un solo plano secuencia? Y la interpretación, a pesar del flequillo, igualmente interesante.
Broadchurch se estrenó esta semana con doble episodio y, si nadie lo evita, seguirá la semana que viene en el mismo horario. Sí. «Si nadie lo evita». Ya sabemos dónde estamos y el respeto que le tienen las cadenas en general al espectador medio español. Ya la semana pasada Telecinco cambió su parrilla a última hora para no echar a su miniserie Hermanos a pelear contra este potente dramón británico. La ofensiva: contraprogramar con los niños de Pequeños gigantes con éxito más que relativo. Efectivamente, los niños ganaron en audiencia pero por tan poquito que lo mismo se tienen que replantear las cosas en la cadena. ¿Será que el público adulto que ve la televisión en horario para adultos espera ver cosas de adultos?
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