Hay una persona que está deseando que llegue el señalado día, el día de la Gala de los Goya.
Hay una persona que cuenta las horas hasta que llegue el final de los premios. Una persona que se pasará toda la ceremonia con ansiedad, pero sonriendo a la cámara cada vez que le enfoquen. Esa persona vivirá la entrega de los premios del cine español como si fuera una sesión de esquí de fondo: sudor frío cubriéndole todo su cuerpo, su ministerial cuerpo. Sí, lo han adivinado, la persona de la que hablo es Wert.
Los demás viviremos la gala como siempre. Los más clásicos frente al televisor, los demás puede que haciendo otra cosa y escuchándolo de fondo, otros en twitter comentando todo lo que ocurre. Lo bueno de la entrega de este año es que no hay una clara favorita para casi ninguna categoría. El año pasado, a pesar de la defensa a ultranza que muchos hacían de Grupo 7, que hubiera arrasado cualquier otra edición, estaba claro que Blancanieves era mucha Blancanieves —espero que algún día esta película vuelva a estar de actualidad y pueda hacerle un homenaje crítico desde NOSOPRANO—. Así que este año realmente hay incertidumbre. ¿La gala será un tostón o la volverán a salvar los «chanantes»? ¿Manel Fuentes estará a la altura de anteriores presentadores o lo hará bien? Retomando las candidaturas, como ya hemos indicado, casi todo está muy reñido. Y digo bien casi todo, porque si hay dos cosas seguras este año es que Wert tragará saliva cada vez que alguien se acerque a un micro, y que Marian Álvarez ganará el Goya a la mejor actriz por la Herida.
La película de Fernando Franco es objetivamente buena, con argumentos sobre el papel para corroborarlo. La imagen sobre estas líneas nos puede servir como arte poética del film: la lucha entre los tonos azul-grisáceos y la de los rojos intensos y básicos, metáfora de los dos mundos en los que se mueve el personaje principal, Ana. La foto también es paradigmática en cuanto a que la protagonista está presente en cada plano, planos que muestran lo que pasa y ha pasado por la piel de Ana y tiene como propósito sugerir lo que ocurre y ha ocurrido en su vida.
Sugerir, esa es la palabra. Porque la película no tiene historia, o por lo menos no una historia narrada de manera clásica y convencional. Asistimos a una serie de episodios en la vida de una «borderline» —trastorno límite de personalidad— a partir de los cuales el espectador tiene que rellenar huecos, imaginar lo que pasa fuera de escena, en las elipsis y en el pasado. Se inscribe así en la línea de títulos como La Soledad o La mujer sin piano, no llegando a la grandeza ni la madurez de la primera ni a la opacidad y el aburrimiento de la segunda. Un tipo de cine que, si pilla desprevenido o sin ganas al espectador, hay muchas posibilidades de no conectar. A mí personalmente la película no me atrapó: sé a lo que juega y participo, comprendo y valoro las intenciones del director, pero al final te deja una sensación extraña, mezcla de enorme respeto por el trabajo realizado y cierta indiferencia y decepción por las buenas ideas que se han quedado a medias, quizás pecando de ambiciosa. O puede que eso es lo que quería el autor, que usáramos el cerebro. Lo que sucede es que ese constante «qué estará pasando» o «qué habrá pasado» hace que nos olvidemos de ver la película también con el corazón.
Sin embargo el trabajo de Marian Álvarez es asombroso. Su interpretación es tan epatante, su transformación física y mental tan extrema y efectiva que me recuerda a la que hiciera Laia Marull en Te doy mis ojos, más si se compara con sus trabajos anteriores en televisión. La actriz se entrega totalmente a la causa, y no escatima ni un centímetro de ella misma, entregándose a cada primer plano, a cada plano secuencia, a cada desnudo. Su belleza natural se esconde o se muestra burdamente y nos permite juzgarla, redimirla, amarla, temerla. La enfermedad va arrinconando a la pobre Ana, que se refugia en un lugar tan simbólico como el cuarto de baño, lugar de libertad y de intimidad, donde nuestra protagonista da rienda suelta al masoquismo y a sus lágrimas. Interesante también la metáfora de la ducha que lejos de limpiarla la lleva cada día al reconocimiento aristotélico de su triste condición.
Resumiendo, la película tiene sus valores, como hemos visto, pero tiene también la sensación de faltarle algo para llegar a ser una gran película. De todos modos, siendo una ópera prima como es, valorémosla como tal. Recomendada no obstante sólo para espectadores que vayan avisados y con la mente abierta. A Wert no le gustará, pero al menos ya sabe a qué atenerse en un momento de la Gala. Ya sabe que Marian Álvarez subirá a por su Goya. Lo que diga después sí que será una incógnita.
Como todo lo que le espera a este al señor que se va a gastar 2.000 millones de euros en una reforma educativa que nadie quiere.
Eso sí que hiere.