


No hay cosa más absurda, probablemente, que denostar un premio cuando se acepta. El filme de Mariano Cohn y Gastón Duprat arranca con el protagonista vituperando el Premio Nobel —y, de paso, la monarquía que lo entrega— desde el mismo estrado donde lo recoge. Prepotente, el autor confirma que su «canonización», como él la llama, no hace sino dar por terminada su carrera y enterrarle en el baúl de los literatos muertos. No sabe que será otro galardón, esta vez más humilde y más social, el que puede llevarle literalmente a la tumba.
Daniel Mantovani (Óscar Martínez) es un exitoso escritor argentino ganador del Nobel de Literatura. Aunque su pueblo de origen —Salas, a seis horas de Buenos Aires— ha sido un referente temático en toda su creación literaria, hace más de cuarenta años que no ha regresado, ni siquiera para enterrar a sus padres. Vive cómodamente en Europa, donde ha alcanzado el éxito y la fama escribiendo, precisamente, historias sobre su localidad de origen. Quizá por eso, motivado más por la añoranza que por otra cosa, cuando recibe una invitación por parte del alcalde para recoger el nombramiento de «ciudadano ilustre» decide aceptarlo.
El regreso causa un enorme revuelo en la pequeña localidad, que le dedica todo tipo de agasajos: desde el paseo en el camión de bomberos con la reina de la belleza de las fiestas hasta la erección de un busto con su rostro en la plaza de la localidad. Mantovani se reencontrará entonces con sus amistades de juventud, incluyendo a su antigua novia, ahora casada con quien fuera su mejor amigo. No obstante, poco a poco se irán dejando entrever los celos, envidias y conflictos locales que subyacen bajo el barniz de la nostalgia.
La película, aunque etiquetada como comedia, bordea el límite con el drama social. El pequeño pueblo de tradición rural no es retratado como el idealizado Macondo de la infancia, sino que poco a poco va ennegreciéndose hasta desvelarse como el infierno particular del escritor, con quien, por otra parte, tampoco se tienen concesiones. Los instantes de humor provienen del patetismo más realista, igual que la negrura con que termina una historia contundente.
Rodada con medios aparentemente escasos, la pretendida neutralidad de la mirada termina por no engatusar demasiado en su relato. Cámara aséptica, interpretaciones asépticas… El drama se ahorra el esfuerzo de ahondar más en los conflictos, tanto el del autor que no es profeta en su tierra como el de la idiosincrasia de un pueblo que nombra hijo predilecto precisamente a quien se ha enriquecido contando sus penurias —terrible omisión, sin duda, no haber ahondado más en la historia «a lo Perséfone» del amor de juventud—. Sin embargo, el planteamiento sobre la creatividad y el arte resultan de sumo interés, así como la crítica mordaz al microcosmos opresivo de las comunidades pequeñas.