


¿Qué pasaría si Peter Pan y la protagonista de Alicia en el País de las Maravillas fueran hermanos? Esta es la premisa que plantea Érase una vez, primera incursión en el cine de imagen real de Brenda Chapman, directora de El Príncipe de Egipto y Brave, con un guion firmado por la debutante Marisa K. Goodhill que adapta los clásicos literarios de J.M. Barrie y Lewis Carroll. La historia, como se adivina, juega en el terreno de lo conocido para entremezclar las franquicias infantiles probablemente más populares de la literatura británica, y también, quizá, de las más adaptadas al séptimo arte.
La novedad que presenta la película de Chapman, además de lo insólito de unir ambos mundos mágicos, reside en asentar un nexo realista para los personajes. Los niños Peter y Alicia viven en la Inglaterra vitoriana en el seno de una familia atípica cuanto menos, formada por una pareja interracial e interclasista a la que dan vida Angelina Jolie y David Oyelowo. Una tragedia familiar supondrá un punto de giro en la vida de los pequeños, que se verán obligados a lidiar con el trauma recurriendo a su imaginación como vía de escape: ella recreando una realidad alternativa y él negándose a madurar nunca jamás.
Poco hay más allá de la peripecia que pueda suponer un aliciente para los padres, o incluso para los más pequeños, a quienes va enfocado todo el artefacto
Este planteamiento tiene dos consecuencias fundamentales en el relato. Por un lado, siembra un matiz trágico que, por mucho que se esfuercen en disimular con la pirotecnia digital y el tono de aventura dirigido al público infantil, deja resonancias lúgubres. Los niños, en efecto, mantienen durante todo el metraje un rictus de tristeza poco contenida que termina por acompañarles en todo su desarrollo. Lo que lleva a la segunda consecuencia: al plantearse como antecedente realista de las obras originales, despierta irremediablemente el interés por acudir a ellas para averiguar de qué forma estos protagonistas lidian con esa amargura, si es que acaso lo logran.
Poco dada a profundizar en lo que plantea, la obra se teje como un divertimento superficial. Con un engarce más o menos bien hilado de citas a sus referentes —el sobrerero, el cocodrilo, el garfio…—, poco hay más allá de la peripecia que pueda suponer un aliciente para los padres, o incluso para los más pequeños, a quienes va enfocado todo el artefacto. No obstante, sí es digno de mención el esfuerzo por trasladar los textos clásicos a la lógica contemporánea, ofreciendo un recorrido por el dolor y la pérdida sin cargar las tintas; un recorrido que pueda despertar en los más pequeños el interés por las obras literarias que le dan origen.