


Después de sufrir un accidente de coche, James Ballard entabla contacto con la superviviente del vehículo con el que se estrelló. Por algún motivo extraño e inexplicable, ambos sintieron, en el momento de la colisión, una súbita atracción física. Ella le lleva a conocer a su círculo de amigos, una congregación de personas que encuentra disfrute sexual a través de los accidentes de tráfico y todas las acciones asociadas a ellos: fotografiar heridas y cicatrices, emplear instrumentos ortopédicos, o incluso ver vídeos de pruebas de seguridad automovilística con dummies.
Ballard congenia rápidamente con el grupo, lo que le lleva a explorar una serie de peligrosas parafilias que van desde tener sexo en desguaces y garajes hasta recrear accidentes famosos de estrellas de cine (James Dean, Jayne Mansfield…) sin ningún tipo de medida de seguridad. Esta vorágine sexual terminará ascendiendo en intensidad hasta alcanzar el tope de tratar de provocar accidentes de tráfico reales por mera satisfacción sexual, y también como manera visceral de conexión para parejas en crisis.
De nuevo en las salas por su 25 aniversario, la película ya en su estreno en el Festival de Cannes de 1996 levantó un polémico revuelo entre crítica y público. En algunos países se intentó censurar; en otros, los propios exhibidores tuvieron reservas con respecto a su comercialización; muchos la tacharon de pornográfica mientras que otros, como Martin Scorsese, la consideraron una obra maestra.
Tal vez, si la obra se hubiera realizado una década más tarde, las llantas y el cromado de las carrocerías hubieran sido sustituidas por las pantallas y el cibersexo
Inspirada por la novela futurista de J.G. Ballard, las escenas de sexo explícito y la exposición de una perturbadora parafilia pretende embarcar al espectador en una metáfora visual de la tecnificación de las relaciones humanas, llevando así la erótica del automóvil a su extremo, y ofreciendo una lectura distópica de las relaciones de pareja en un mundo cada vez más mecanicista y tecnológico. Tal vez, si la obra se hubiera realizado una década más tarde, las llantas y el cromado de las carrocerías hubieran sido sustituidas por las pantallas y el cibersexo, ofreciendo una visión menos chocante, pero igual de certera en cuanto a la expresión de la sexualidad del siglo XXI.
La historia, a pesar de esta pretensión, se queda en un viaje más voyeurístico que trascendente. La parsimonia contemplativa del protagonista del relato termina provocando cierto desapego con el espectador que, al igual que él, termina tan solo siendo testigo de una colección de coitos-accidente sin mucho más desarrollo argumental.
Sí resulta sugerente la banda sonora electrónica de Howard Shore y la fotografía preciosista de Peter Suschitzky, motivos ambos más que suficientes para darle una oportunidad ahora que ha regresado a la pantalla grande.