Antena 3 ha cambiado de día Top Chef para estrenar ayer el proyecto Cuéntame un cuento, una adaptación adulta de las narraciones de la tradición popular que, así como quien no quiere la cosa, ha estado esperando en una estantería nada menos que dos años.
Normalmente se me critica mucho por twitter que sea especialmente duro con las producciones nacionales. Como si el mero hecho de que los realizadores sean paisanos implique que la valoración tenga que ser, si no aduladora, sí condescendiente. Personalmente no suscribo esa premisa. Y estoy convencido de que la mayoría de los realizadores estarán de acuerdo. En cualquier caso hoy les invito a visionar conmigo el capítulo. Trataré de argumentar mis objeciones en cada punto sin entrar demasiado en zarandajas de factura visual, fotografía ni demás que, con todo, son bastante positivas.
Por si no les apetece leer demasiado —me ha quedado largo, les aviso— simplemente quédense con la idea de que, pese a la buena intención y producción visual, el primer episodio de Cuéntame un cuento peca de una estructura en muchas ocasiones ilógica, una sucesión de casualidades y deux ex machina en todo momento, además de un ritmo lento, tedioso y predecible. Sorry.
Y ahora, si se atreven a seguir, les diré por qué.
La serie comienza con un plano a cámara lenta en el que, bajo los acordes del Lacrimosa de Mozart, tres hombres armados salen corriendo por una puerta. De momento, no hay manera de saber si se trata de la puerta de un hotel, de una galería de arte o de una tienda de cupcakes. La voz en off, reminiscencia insalvable del modo «cuento», dice: «tres cerditos salieron a buscar fortuna». Los personajes, como ya habrán adivinado, llevan máscaras de cerdo. Un coche arranca y se oye a lo lejos una sirena de policía mientras nos vamos a un fundido a negro y a la cabecera animada de la serie.
Como prólogo, a priori, me resulta interesante, pero creo que se ha desaprovechado bastante la escena. Por mucha cámara lenta y música de réquiem que le pongan, tres enmascarados saliendo por una puerta no aportan prácticamente nada de interés. Y ni siquiera nos queda claro que la puerta es de una joyería, como descubriremos después. ¿Me comprenden? A ver, no pido tampoco una escena de robo como la del arranque de El Caballero Oscuro, en la que el Joker va eliminando uno a uno a todos sus secuaces y termina atravesando el muro de un banco en un autobús escolar. No pido eso. Pero sí algo con un pelín más de garra, algo que me atraiga del asunto.
Diálogos intrascendentes con la vocalización teatral de los escenarios españoles
Inmediatamente pasamos a una serie de escenas de pareja en la que dos jóvenes comparten arrumacos, desayuno y diálogos intrascendentes impostados con la vocalización teatral de los escenarios españoles —cuando los actores dejan tiempo para que el otro responda su frase, ya saben—. Le vemos a él trabajando en algún puesto de jefe en una obra, y nos presentan al amigo Ramiro, que será luego foco de todas mis iras y problemas. Sorprende ver exteriores en una producción nacional, y eso sí es de alabar. El tratamiento visual no tanto. El director opta por un abuso de planos largos cámara en mano que en absoluto concuerdan con un sencillo diálogo de dos personas que, además, se detienen para hablar. De ahí volvemos a la vida conyugal, en la que ella le dice a su novio que está embarazada y él le pide matrimonio. Sí, también cámara en mano.
La pareja va la mañana siguiente a una joyería en la que eligen el anillo. Bueno, realmente no eligen nada porque parece que él ya lo tenía elegido. Tanto el diálogo como la situación y la música reinciden en la idea del matrimonio, el pasteleo, los cariñitos, el anillo de pedida, que si deja que te lo pida yo a ti, que si creo que va a ser chico, que si no le pondremos de nombre Andrés, que si te pongo el anillo yo, que si te lo pones tú, que si me pongo de rodillas, que si besito, que si la dependienta que mira… POR FIN, después de diez minutazos largos de capítulo ocurre algo interesante: entran los atracadores en la joyería.
El atraco se desarrolla con relativa violencia. El montaje nos muestra a otro atracador esperando en un coche en el exterior, a cara descubierta. El de seguridad se hace el héroe y consigue reducir con su pistola a uno de los atracadores. En ese momento irrumpe el tercero en discordia pegando tiros, mata al de seguridad y la bala perdida, como todos imaginábamos, va a parar en la novia del protagonista, que cae sobre un charco de sangre. El dato: uno de los atracadores tiene un tatuaje en el cuello y ha considerado que no hacía falta tapárselo, porque total, quién se va a fijar en una cosa así en el vídeo de seguridad, con ponerse una careta ya es más que suficiente. Mira al Solitario, que lo hacía sólo con una peluca. En fin. Para el caso, este es el punto en el que, a mi parecer, debería haber empezado la serie. ¿O acaso si ustedes ven a una pareja comprándose un anillo y dándose besitos no se imaginan ya todo lo anterior?
Mira al Solitario, que lo hacía sólo con una peluca. En fin.
La siguiente escena rompe, para mi gusto, con todas las premisas dramáticas planteadas. En primer lugar, porque cambia súbitamente de punto de vista del narrador. De pronto nos vemos acompañando a los atracadores y somos testigos de que no se llevan del todo bien, como nos remarca la voz en off para los espectadores torpes. En segundo lugar, por el pobre Arturo Valls, que pretende ser dramático pero resulta paródico. «¿Cómo estás, hermano?», dice uno, «¡pues cómo quieres que esté si me han pegado un tiro!», responde Valls gritando desde el suelo. Ya ven el nivel. Por supuesto, todo está rodado cámara en mano, como es ya habitual.
A continuación volvemos a cambiar por completo de punto de vista y acompañamos a la inspectora Márquez, que llega al hospital —sin uniforme— para interrogar a un desolado protagonista. Andrés. Nuestro Andrés. ¿Por qué no iniciamos la escena con Andrés? ¿Por qué tenemos que subir en ascensor con la inspectora cuando realmente el personaje central es Andrés? ¿No podíamos centrarnos en él y ver cómo llega la inspectora? Bah, sutilezas. El caso es que levanta el atestado con un «por favor, Andrés», porque el hombre, que está lógicamente preocupado por el estado de su mujer, no quiere hablar con la policía. ¡Le pegan un tiro a su mujer y él opta por no hablar con la policía! El shock, claro. Pero nada, un «por favor» y listo. Nos cuenta a la inspectora y a nosotros todo lo que ya sabemos, y con flashback, para terminar dibujando el tatuaje del atracador inteligente. Redundancia. ¿Era necesario? ¿Si el dato fundamental es el tatuaje en el cuello, por qué tanto rollo?
Premisa: la policía es tonta.
Volvemos a cambiar de punto de vista. Ahora la escena se sitúa en una habitación donde una mujer aparece drogándose. Vemos que está con uno de los atracadores, quien está atendiendo una plantación de marihuana en el patio. De pronto irrumpe la policía. Cortamos a una rueda de reconocimiento donde Andrés le identifica. Saltamos de nuevo y tenemos a Andrés en el hospital mirando a su novia en coma. De pronto parece que el montaje se ha vuelto elíptico, quizá para compensar la lentitud del comienzo. La cámara en mano sigue con su vaivén particular, incluso para primeros planos estáticos. Nouvelle Vague total. Corte. Nueva escena. El protagonista se quita el reloj y se echa en su cama. Por montaje cortamos a la misma escena, pero de día. Llega el amigo Ramiro que le trae el desayuno y le espolea para que se anime, pero entonces sale la presentadora del informativo Mónica Carrillo en la tele contando que han puesto en libertad al presunto atracador e insistiendo en que —dice literalmente— «el marido de la víctima tendrá un motivo más para estar indignado ante la pasividad policial». Premisa: la policía es tonta.
¿Qué? La siguiente escena es la retahíla de excusas que pone la policía para dejar en libertad al presunto, a pesar de haber sido identificado, a pesar de tener el mismito tatuaje en el cuello, y además de, ¡qué coño! haber sido arrestado con una puñetera plantación de marihuana en su casa y tener «numerosos antecedentes». Andrés decide entonces encararse con la novia del arrestado en el bar donde trabaja. Va, ella le invita a un par de rayas de cocaína y una cerveza —sí, la gente de la mala vida es lo que tiene: es, ante todo, generosa con los desconocidos— y le da toda la información que necesita: el villano va a dar un concierto con su grupo en el local. Un diálogo de lo más interesante, y ya se imaginan: cámara en mano. Andrés, que ha grabado el diálogo, va con él a la policía y no le hacen ni puñetero caso porque las grabaciones ilegales no sirven en juicio y ya saben la premisa: la policía es tonta. En ese momento llaman a Andrés, que va corriendo al hospital. Por su reacción ante una puerta deducimos que su novia ha muerto.
La gente de la mala vida es lo que tiene: es generosa con los desconocidos
Ya se pueden imaginar cómo sigue la historia: tanatorio, sepelio, misa… nah. Andrés quita la quemazón de una tostada y se pone una corbata negra. Por la noche, en su casa, intuimos que después del entierro, ve un documental de lobos y la voz en off nos remarca de nuevo lo evidente. Pero por si no nos ha quedado claro con la interpretación, la referencia a los lobos del documental y la voz en off, va el protagonista y se pone una máscara de lobo. Sí. ¡Una máscara de lobo! Se la pone en casa y va al concierto del villano —sí, va con la máscara puesta desde casa—. En el barucho de mala muerte del concierto —que, curiosamente, tiene un parking privado de varias plantas— tiene un amago de pelea interrumpido.
El villano llega a su caravana —sí, una caravana, porque supuestamente es el cerdito más descuidado— y lo primero que hace es llamar a su hermano. Andrés, con el disfraz de lobo, da con él —supongo que lo ha seguido— y con un hábil movimiento le quita la pistola y logra reducirlo con máscara y todo. En ese instante aparece de nuevo Arturo Valls con cara de idiota. Superan en número a Andrés, pero no cuentan con el poder de la máscara del lobo, que hace que sea prácticamente invencible e inmune a las balas. El protagonista logra escapar, pero no se aleja demasiado y los sigue cuando se marchan, localizando la casa del personaje que interpreta Arturo Valls. A continuación llama al amigo Ramiro para que le rescate.
No cuentan con el poder de la máscara del lobo
A la mañana siguiente Ramiro le echa la correspondiente bronca por hacer el idiota por ahí con una careta de lobo. Por supuesto los atracadores no tienen ni idea de quién es, porque el poder de la máscara de lobo anula los sentidos de quien la ve, supongo, y no recuerdan que hasta en el telediario de Mónica Carrillo se menciona que el marido de la víctima tiene que estar muy indignado. Llama la policía. Andrés va a una acera, en la calle, donde la inspectora le comenta que ha habido un tiroteo en la casa del malo, así, para que lo sepa, para que esté al tanto, en la calle, digo, nada oficial, ni interrogatorio, ni sospechoso ni nada, sólo para que lo sepas, tú, por si te interesa el tema. Ya saben la premisa: la policía es tonta. Él, que ya está lobizome total, se ha empezado a peinar con gomina.
Andrés pasa a espiar la casa del personaje interpretado por Arturo Valls y saca fotos para poder comentarlas luego con su amigo Ramiro. Bueno, saca fotos, y las lleva a revelar, o las revela él mismo, porque él prefiere delinquir en analógico, seguramente trastornado por el espíritu del lobo, sin ser consciente de que así va generando más y más pruebas. Juntos, en la cocina, trazan el plan.
En este punto comienza mi desafección con Ramiro, que no sé muy bien si es un compañero de viaje o un mentor al uso, en cuyo caso quizá se mete a solucionarle demasiado la papeleta al protagonista. Ramiro no sólo pasa a llevar la voz cantante en la venganza —sin irle realmente nada en ello—, sino que además trata a Andrés como un completo idiota: le explica el plan despacio, con ejemplos, enseñándole las fotos, haciendo silogismos simples para que su amigo los termine… Obviamente no le explica a Andrés el plan, nos lo explica a nosotros, que somos los idiotas según la serie, como la policía.
Ese era el plan magistral trazado en la cocina. Incendiar la casa
Volvemos a cambiar de punto de vista. Ahora nos situamos en casa del personaje interpretado por Arturo Valls. Allí, los dos villanos, que no sabemos cómo habrán pasado la noche, siguen discutiendo, luego pelean de broma, luego se ponen sentimentales… Y todo para verbalizar —verbalizar, como siempre— que no se fían demasiado del tercer hermano, el verdadero asesino. Todo esto nos lo enseñan cámara en mano, por supuesto. En ese momento, y tras un fundido a negro que obviamente se les ha colado en postproducción, descubren que Andrés y Ramiro están echando gasolina al exterior de la casa. Sí. Ese era el plan magistral trazado en la cocina. Incendiar la casa para que salgan y vayan corriendo en busca del tercer hermano, que es a quien realmente busca «el lobo». Pero todo se tuerce. Rápidamente llegan tres patrulleras de la policía y los héroes tienen que huir de improviso. Entonces, por la carretera, cambian de plan: seguir a la policía, que seguro que ellos dan con el tercer hermano.
Y ¡exacto! En la siguiente escena la inspectora recibe un fax, coge el teléfono, llama a su compañero y dice «creo que hemos dado con el tercero, creo que son hermanos». Fin de la escena. Así. Porque sí. Repasemos la lógica del planteamiento: ponen en libertad al presunto atracador sabiendo que el novio de la víctima lo ha identificado; hay un tiroteo en su casa y se refugia en casa de un hermano; hay un incendio provocado en la casa del hermano y ambos desaparecen —se supone—. ¿A quién busca la policía? ¿Al del tiroteo? ¿Al pirómano? ¿A Andrés, que es el primer sospechoso aquí y en China tanto de una cosa como de la otra? No. La policía se pone a investigar a ver si resulta que hay un tercer hermano, por si acaso. ¿Les parece?
¡Oh casualidad! el amigo Ramiro no tarda en dar con la solución
El hermano mayor tiene un chalé en las afueras. Los otros, al verlo, sospechan que se ha quedado con todo el dinero del atraco, pero optan por no discutir al descubrir a la esposa embarazada del hermano mayor. ¡Sí! ¡Claro que sí! Esposa embarazada del asesino de la novia embarazada del protagonista. ¿Adivinan ya cómo termina el cuento? En ese momento llega la policía a interrogar al hermano. No sabemos por qué ni para qué; ni por qué no han detenido ya a Andrés, que además de no tener coartada ninguna ha ido dejando un reguero de pistas imculpatorias —la pelea en el bar, las fotos de la casa quemada, la careta de lobo, una herida de bala mal curada en el brazo…— El caso es que Andrés y su colega ha seguido a la policía hasta dar con la casa del hermano mayor y se dedican a espiarlos desde un todoterreno Suzuki Grand Vitara cinco puertas negro en doble fila en la mismísima reja del chalé, porque ser discretos está pasado de moda. Eso sí, podía ser la casa de cualquier otro testigo, de cualquier otro posible caso que estuviera investigando la policía, pero no. Es la casa del hermano mayor, el objetivo que busca el lobo. Claro que sí. «Tiene que ser él», dice Andrés, «y están ahí los tres» apostilla, porque entre los poderes de la máscara de lobo está el de la adivinación. Pero no lo va a tener fácil: la casa tiene cámaras de seguridad y alarmas. Pero, ¡oh casualidad! el amigo Ramiro no tarda en dar con la solución: conoce muy bien el sistema de seguridad que tiene la casa, por lo que no tarda en hacer saltar la alarma.
Una de las normas que repiten una y otra vez los profesores del máster de escritura de guiones donde colaboro es que sólo nos creemos las casualidades que fastidian al protagonista, no las que le ayudan. Es más probable que nos creamos que al protagonista se le ha caído un piano encima desde un quinto piso a que nos creamos que se ha encontrado un billete de quinientos euros. Tal vez es porque nos gusta que los protagonistas tengan problemas y busquen soluciones, no que se les resuelvan solos. Aquí ya llevamos varias fantásticas casualidades, alguna de las cuáles, como que la policía investigue al hermano mayor, directamente sacadas de la manga.
En la siguiente escena asistimos a una clásica muestra de adiestramiento del mentor que es Ramiro. Le da a Andrés una pistola y lo obliga, tras un forcejeo bastante tenso, a disparar contra un cachorro de perro en la vereda de las vías del tren —para terror de todos los pasajeros—. Por supuesto el montaje no nos muestra la resolución de la escena, en la que, por primera vez, el empleo de la cámara en mano sí está justificado. De ahí cambiamos de nuevo de punto de vista para ser testigos de Ramiro, que toma el protagonismo para meterse en la casa del villano haciéndose pasar por técnico del sistema de seguridad y robarle prendas de ropa —luego explicarán, con voz en off incluida, que es para calmar a los perros que tiene el villano en su jardín—. El problema es que Arturo Valls, de nuevo con su histrionismo paródico, lo reconoce.
El problema es que Arturo Valls, de nuevo con su histrionismo paródico, lo reconoce.
Y entonces llegamos a la secuencia que, en mi opinión, menos sentido tiene de toda la producción: el villano va y se sienta a comer con Andrés en un restaurante cualquiera. ¿Cómo conoce a Andrés? No se sabe. ¿Cómo da con él? No se sabe. ¿Cómo sabe que él es quien está detrás de todo —al fin y al cabo sólo han visto a Ramiro—? No se sabe. ¿Cómo ha descubierto en qué restaurante está comiendo? No se sabe. ¿Cómo sabe su nombre? No se sabe. ¿Cómo sabe que Andrés tiene un plan de venganza? No se sabe. Entiendo la finalidad dramática de una escena de confrontación entre protagonista y antagonista, pero no me la creo cuando está sencillamente sacada de la manga. Aunque bueno, no es lo único sacado de la manga de todo el cuento, de modo que… A continuación vemos el cadáver de Ramiro, que ha muerto en lo que parece un accidente de trabajo, aunque todos sabemos que en realidad es cosa del malo.
La inspectora Márquez llama a Andrés y le deja un mensaje: «sé lo que ha ocurrido en tu obra, no voy a parar de llamarte hasta hablar contigo, por favor, llámame». Lean de nuevo el mensaje. ¿Les parece que la policía dice cosas como «por favor, llámame»? Un tiroteo del que es sospechoso Andrés; un incendio del que es sospechoso Andrés; un accidente mortal en la obra de Andrés… y un «por favor, llámame» ¿Estamos tontos o qué? Esto ya es peor que lo de dejar en libertad al hermano con la plantación de marihuana. ¿En serio la policía es tan tonta?
Casualidad, otra vez. Y la policía que es tonta. Otra vez.
Presa del pánico, Andrés, que ha sido advertido por el villano, decide seguir con el plan original. Se ve que sin la colaboración de Ramiro no se siente creativo. Se cuela en la casa del malo por la chimenea bajo la luna llena, pero es inmediatamente descubierto porque no lleva su máscara de lobo de los poderes. Consigue engañar a los hermanos tontos y ponerlos en contra del hermano mayor, lo que le permite cargarse al personaje que interpreta Arturo Valls de un golpe y ganar un poco de tiempo en lo que el villano mata a su propio hermano, que ha ido contra él. El duelo final no tarda en llegar. Andrés apunta a la cabeza del villano pero, como habían adivinado, en ese momento aparece la esposa embarazada del malo que recibe un balazo fortuito. Andrés se da cuenta de que este viaje lo ha convertido en lo que más odia, y decide perdonar la vida de su enemigo justo en el momento en que llega la policía.
¿Y cómo es que llega la policía? Ni idea. En medio de la refriega llaman para avisar al dueño de que alguien podría querer entrar en su casa —sí, esta policía es más de llamar, lo de mandar efectivos no les va—, pero oyen un disparo por el teléfono. Casualidad, otra vez. Y la policía que es tonta. Otra vez.
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