


«Anoche soñé que volvía a Manderlay». Así comienza Rebeca, película dirigida en 1940 por Alfred Hitchcock. Una narradora onmisciente relata en apenas un susurro su sueño mientras la realización nos lleva, como la mirada subjetiva de un espíritu, a través del frondoso jardín de una mansión gótica derruida cuyas ventanas ilumina la Luna a capricho, mostrando por instantes lo que podría ser una presencia sobrenatural en el interior. Es que Rebeca es, en cierta forma, una historia de fantasmas semejante en no pocos aspectos a la última aportación al género del director Guillermo del Toro. Cumbre escarlata se construye, sin duda, como un cuento fantasmagórico; como un relato al estilo de los más terroríficos versos de Poe; como Rebeca, con su caserón en ruinas, sus cadáveres tras las paredes y sus almas en pena. No obstante, no se puede decir que sea un relato de terror.
Llevada mitad por un impetuoso enamoramiento mitad por una tragedia familiar, la joven Edith Cushing declina sus amores de juventud para arrojarse a los brazos de un misterioso aristócrata europeo. Tras una boda relámpago, ambos se van a vivir al ruinoso caserón que él trata de conservar justo encima de sus minas de arcilla roja, sin otra compañía que la de una inquietante cuñada. Edith, que desde pequeña tiene el don de poder comunicarse con los espíritus, pronto empieza a recibir advertencias desde el más allá: todos esconden algo, la casa un terrible secreto y los hermanos que la habitan los más mezquinos planes.
Con una factura visual que huye de la sobriedad y la ocultación, el imaginario gótico que propone Del Toro en Cumbre escarlata se decanta más bien hacia la ostentación de la escuela de la Hammer —quizá el apellido del personaje protagonista sea algún tipo de homenaje—, el barroquismo de las adaptaciones de Corman en los sesenta y el punto gore del giallo. Ampulosos vestidos, derroche lumínico y preciosismo escénico son las constantes de una pieza que justifica argumentalmente su propio exceso: la arcilla roja sobre la que se edifica el caserón se rezuma por las tuberías y las paredes, tiñéndolo todo, incluso la nieve, de un tono rojo sangre.
La película, como tantas otras, presenta dos polos opuestos de feminidad —ya saben, lo habitual y clásico—
Aunque formalmente llamativa y estructuralmente correcta, el guión concatena tantos lugares comunes que la trama se hace previsible desde el primer instante. Mitad Rebeca mitad El Resplandor —sí, he dicho El Resplandor, con anciana en la bañera, paredes sangrantes, rescatador frustrado en el vestíbulo y persecución en la nieve incluidos—, el giro final se sospecha desde empezada la historia y la resolución se antoja, además de escabrosa, un tanto tramposa de cara a la lógica del propio relato. De hecho, vista desde la perspectiva de los villanos, resulta bastante absurdo pensar que los criminales van a dejar las pruebas de todas sus fechorías a plena vista. Sin embargo, es disfrutable por la factura visual, la articulación explosiva de todos los elementos y la interpretación, que es acertada en los principales y soberbia en una Jessica Chastain que inunda la pantalla.
La visión de género me resulta, no obstante, de lo más pobre. Quizá queriendo hacer un homenaje completo a la tendencia del Romanticismo literario, la película, como tantas otras, presenta dos polos opuestos de feminidad —ya saben, lo habitual y clásico—: la mala, súcubo de los infiernos, castradora, que lleva a los hombres a la condenación en una mezcla infame de manipulación y sexo; y la buena, epítome de virtudes, pura, virginal y santa. La primera, como lady Macbeth, teje la tela de araña para cazar a la segunda y comérsela en una artimaña en la que él, pelele en manos de su hermana, no es más que el cebo hasta que decide dejar de serlo y convertirse —no podía ser de otra manera— en el rescatador.