Si hace cosa de algunos meses me hubieran dicho que Matthew McConaughey y Jared Leto iban a ganar sendos Oscars por sus papeles en un peliculón serio, no lo hubiera creído.
Después de True Detective, todavía, oye, quizá. Pero con reservas. Y es que Dallas Buyers Club es anterior a toda la parafernalia de Rusty Cohle. Se trata de una película pequeña, con muy poco presupuesto —unos cinco milloncejos— y un rodaje de veinticinco días con una sola cámara Arri Alexa, que sin embargo ha calado hondo tanto en la ceremonia de los Oscars como en la taquilla —cerca de veintisiete millones de dólares sólo en EEUU—.
La historia seguro que ya la saben: Ron Woodroof es un cowboy de rodeo, putero, homófobo y drogadicto, que un mal día descubre que se encuentra en un estado muy avanzado de la infección por VIH. Tras la etapa de negación y cabreos varios contra el mundo, empieza a automedicarse con lo que para la época en que se desarrolla la película —mediados de los ochenta— era una de las poquitas soluciones aprobadas en EEUU para combatir el virus. El caso es que el medicamento en cuestión es una bomba de racimo para el organismo, por lo que su salud va empeorando hasta desarrollar SIDA.
Desesperado por situación, cruza la frontera en busca de nuevas soluciones que le permitan, si no acabar con la enfermedad, al menos convivir con ella. A partir de sus viajes establece un sistema de tráfico de estupefacientes con los que comienza a comerciar en su ciudad natal, generando una amplia cartera de clientes.
La película propone un diálogo con el espectador sobre la supervivencia, la enfermedad, y sobre los límites entre lo legal y lo ilegal. Y lo hace con crudeza pero con verdad. No se esperen exagerados histrionismos, ni por parte del protagonista ni tampoco por parte de su partenaire Leto, a pesar de que haga de travesti —olvídense de la imagen estereotipada, no va la cosa por ahí—. Igualmente, tampoco es una película sentimentaloide de violines y lágrima fácil. No se esperen planos a cámara lenta de enfermos de SIDA muriéndose de dolor en sus camas, ni momentos melodramáticos sobre puestas de sol como en Patch Adams.
Eso no quita, no obstante, que el filme se permita sus propios lirismos, aunque muy a su manera y, si me lo permiten, de forma muy inteligente. No hay muestra, ni exhibición: hay diálogo con el público. Es el espectador el que llena los huecos y se encarga de completar el poema. El momento de las mariposas es un buen ejemplo de ello. Seguro que si han visto la película saben a lo que me refiero. Dos instantes inconexos que, mediante la magia del montaje, cobran un sentido más allá de lo narrativo. Acuérdense cuando lo vean.
Dallas Buyers Club es una clara muestra de que el cine no se reduce a los blockbusters llamados a reventar la taquilla. Hay autores y realizadores empeñados en hacer piezas realmente loables que, sin embargo, no encuentran su hueco en las salas ni las pantallas online. ¿Saben la cantidad de películas que se quedan olvidadas en cajones, o se estrenan sin pena ni gloria en tres tristes salas en Madrid? Dallas… se estrenó en noviembre del año pasado en Estados Unidos. Ha llegado a España el 14 de marzo, dos meses después que a Portugal. Como lo oyen. Ha tardado dos meses en cruzar el Guadiana, y todavía no ha terminado de llegar a todo el EEE (Espacio Económico Europeo). Y lo gracioso del tema es que, después de su presentación en el festival de Toronto, la siguiente cita que tuvo la película fue el festival de San Sebastián, allá por septiembre. ¿La habría ido a ver alguien antes en España si se llega a estrenar antes del Oscar? Probablemente no, pero ¿quién sabe?
En resumidas cuentas, estamos ante una película muy recomendable. Les diría incluso que, si no la han visto, vayan a verla al cine. Bueno, sólo si soportan ver películas en el cine, claro, que esa es otra.
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