


A comienzos de este mes, los medios de comunicación se hacían eco de una grabación particular realizada por una conductora en Estados Unidos. Se había saltado un stop y un policía le había dado el alto. Cuando se acercó, ella le confesó tener miedo de que pudiera producirse un malentendido como los que había visto por televisión y que terminaban con la policía disparando a los conductores que consideraba sospechosos. El agente, según parece, quiso tranquilizarla: «solo disparamos a los negros», le dijo. La estadística no le quita razón.
Ambientada durante los disturbios raciales que tuvieron lugar en el Detroit de 1967, el último filme dirigido por Kathryn Bigelow narra los sucesos acaecidos en el motel Algiers y que se saldaron con tres adolescentes muertos por disparos de la policía. Los jóvenes, todos afroamericanos, se las vieron con un grupo mixto de fuerzas policiales que irrumpieron en el lugar ante la sospecha de que había un francotirador entre ellos.
Trazada con un guión protocolario de partes claramente delimitadas —contexto, presentación, suceso, consecuencias—, una nerviosa cámara en mano introduce al espectador en el entorno realista de opresión y represión policial. No obstante, a pesar de esta apuesta visual, el afán no es en absoluto mostrar lo acontecido con fría neutralidad. Bigelow, que justifica en los créditos la «reconstrucción» de algunas partes del suceso real a partir de testimonios, toma la perspectiva de las víctimas para centrarse en su desarrollo y crisis posterior a los acontecimientos, y para apuntar con dedo acusatorio no solo a los psicópatas que plantea como villanos, sino a todo el sistema en general.
Porque, si bien el filme atribuye la culpabilidad directa de los hechos a un trío de agentes de la policía local, también pone de manifiesto la aquiescencia de un nutrido grupo de hombres de ley que, incluso, llegan a manifestar de viva voz su intención de no inmiscuirse en tales asuntos «de derechos civiles» cuando se percatan del trato abusivo. La Guardia Nacional deja vía libre al atropello, la Policía Estatal no quiere saber nada del asunto, los superiores no hacen nada por evitarlo —lo alientan, de hecho, al poner a patrullar a gente con antecedentes homicidas—, e incluso el personaje interpretado por John Boyega hace mutis, presenciando en silencio todo lo que ocurre y sin sugerir en ningún momento que se cumplan las normas mínimas del procedimiento policial.
Y ahí reside el principal problema de la obra: los villanos son tan villanos que casi parecen caricatura, y a las víctimas se les otorga un retrato superficial y demasiado edulcorado.