Soy un consumidor habitual de series mientras como, desayuno o ceno. Es decir, que estoy a otra cosa. Para mí las series son hobby, mientras que el cine es pasión y de alguna manera me lo tomo también como trabajo. Por eso de series veo lo que me da la gana sin seguir modas y sobre todo sin respetar cánones. Haciendo honor al nombre de este ínclito blog, no me enganché con Los Soprano o con Mad Men, reconociendo su indudable calidad y trascendencia en la manera de ver y hacer televisión. Soy más —sin meterme en comedia— de The Wire y Breaking Bad, y lo fui de Lost y de Dexter, antes de que se volvieran locos, guionistas y productores de ambas, estirándolas sin sentido. Aunque en realidad la mejor serie dramática de la historia —así, demagogia de la buena sin base objetiva para afirmarlo— es Yo, Claudio. Una maravilla, un teatro largo televisado con los personajes más interesantes y a la vez terribles que he visto en una serie.
Pero vayamos con Homeland. No creo que vaya a pasar a la historia, y uno no deja de sentir a lo largo de la tercera temporada ese efecto Prision Break, que seguro que todos ustedes recuerdan: primera temporada que te atrapa si te tragas la premisa, segunda con cierta pérdida de gracia pero que mantiene el tipo y que tiene algunos de los momentos más brillantes de la serie, y a partir de la tercera algo huele a podrido en Dinamarca. Y digo bien: «a partir de la tercera temporada». Porque si usted ha visto el final de Homeland, pásmese con la noticia… ¡Hay una temporada más! Miedo, ¿Verdad?
La serie, versión americana de la original israelí, lo tiene todo para gustar: cliffhangers, historias de espías, pasión y traición, oscuras tramas internacionales… Pero sobre todo lo que tiene es una historia de amor odio que lo estructura todo. Dos enemigos a muerte que cada vez que se tocan o se miran saltan chispas. Y la paulatina pérdida de esta enorme baza de la serie es para mí la causante del desinfle de Homeland y de su protagonista, la agente Carrie, que antes ponía en peligro las misiones por su terquedad, su enfermedad mental y sus corazonadas y ahora lo hace por amor. Ya no son enemigos que se funden de deseo con y cuyos encuentros sexuales son explosiones y refugio. Y cansa y exaspera que un personaje tan completo y complejo, el mejor personaje femenino que he visto en televisión en mucho tiempo, sea tan simple en la segunda mitad de la temporada. Y Brody se ha difuminado. Lejos queda el interrogatorio a mitad de la segunda temporada, escena maestra, casi arte poética de la serie, enfrentados los dos protagonistas con sus genitales, corazones y cartas sobre la mesa. Pero ya no hay lucha dentro de ellos, no hay conflicto porque simplemente se quieren, el ex marine se convierte en un pelele y los capítulos que protagoniza aburren.
Sin embargo, tengo que confesar que al final la cosa no ha ido tan mal. Esta tercera temporada empezó rara, giró a mitad con un descubrimiento de la verdadera trama que a mí me convenció, y luego volvió ese abandono a la casualidad, a que las cosas pasen porque nos convienen para alargar la serie, que hace que baje el interés. Abusan de la sorpresa y se consigue lo contrario, que no te sorprendan, ya sabes que si va bien va a pasar algo que lo estropee todo y, si va mal, pues seguro que el patriotismo y el amor vencerán.
Pero ¡Oh sorpresa!, que el final no ha sido así. Ha sido un final satisfactorio. Quizás demasiado tarde, contado con precipitación después de tanta preparación, pero sí que deja la sensación de que todo acaba como tenía que acabar y no como se esperaba. Los personajes terminan derrotados y ganadores, según se mire. La vida sigue después de pasar página. La serie debería acabar aquí, segunda oportunidad para acabarla con dignidad que le da el destino —en realidad tendría que haber acabado en la primera, pero qué leches, que la gente también quiere ganar dinero, ¿o usted no?— . Pero no. Nos han dejado ahí un pequeño asunto no cerrado, una reunión que promete abrir una nueva misión. ¿Qué sentido tiene seguir con esta serie si su franquicia y su ADN están «muertos»? Pues miedo me da que los resuciten, ya sabe a qué me refiero si ha llegado hasta el final.
Y si lo hacen, no perderé más tiempo, me borraré de Homeland para no perder el regusto de la aventura que he pasado al lado de la escuálida agente de la CIA, transparente en sus gestos y en su mirada pero capaz de engañar a terroristas internacionales con sus palabras, y que es tan imperfecta, egoísta y visceral como cualquiera de nosotros. No, Carrie, vamos a dejarlo estar.