Anoche fueron los Emmys y también acabó la serie Dexter. Voy a hablar del evento importante.
Dexter se ha ido para nunca volver. Y menos mal. Casi da penica admitirlo, pero lo cierto es que se había ido hacía mucho, mucho tiempo. Poco a poco, temporada tras temporada, la genialidad, la chispa y el fondo de la serie se había diluido en las cálidas aguas del Cayo Vizcaíno como una más de sus víctimas: púlcramente empaquetada en ordenadas bolsas de basura.
Resulta lastimoso recordar los primeros tiempos. La temporada originaria de la serie era una obra maestra de lo macabro que lograba hacernos empatizar con un serial killer del todo adorable; se planteaban interesantes cuestiones morales y te arrastraba, quisieras o no, a una confluencia de emociones y dilemas que se arremolinaban entre la pureza y la putrefacción, como las corrientes de los Everglades donde habitan los cocodrilos.
La segunda temporada continuaba la ola. Dexter contra sí mismo, Dexter contra su obra. La serie iba reposando, encontrando su hueco, su lugar, y vislumbrando a su vez la luz al final del túnel. La segunda temporada casi era el presagio de cómo debía acabar la serie; casi era la crónica del esperado final. No es raro, por tanto, que las últimas temporadas hayan sido un constante revival, como si la segunda temporada fuera toda ella uno de aquellos cadáveres del «Carnicero de la bahía» que se emperraba en emerger una y otra vez.
La tercera decayó. Ahí empezamos a temer lo peor. En el arriesgado afán de lograr la cuadratura del círculo se empeñaron en buscarle a Dexter un enemigo que estuviera a su altura, y fallaron. Quizá fue la mala interpretación, o quizá los giros absurdos de guión que hicieron creer a un protagonista autosuficiente que necesitaba un colega, un amigo/enemigo para cometer sus fechorías. Poco a poco los secundarios empezaron a ganar protagonismo a ocupar el espacio que, por derecho, le correspondía al protagonista/narrador: el foco empezó a trastabillar.
Se lo perdonamos con la llegada de la cuarta temporada. El Trinity Killer —magistral John Lithgow— representaba no solo el antagonismo que necesita todo protagonista para definirse, sino que también lo representaba a él mismo. Era Dexter contra su futuro y por eso, en un giro casi poético —si se me permite la ñoñería— el afán por destruir al enemigo trajo consigo, lógicamente, la destrucción del porvenir. Y no solo en lo que a la historia se refiere: el vaticinio demostraba que la serie había terminado por completo. Dexter había acabado consigo mismo en el futuro, como un veneno a largo plazo, como una «muerte en diferido». Por supuesto en aquel momento nadie parecía presentirlo. La serie estaba en lo más alto, se hablaba de ella en los Emmys —anoche, de hecho, ni se la nombró—, y nadie parecía entrever que estaban asistiendo al clímax de su propia existencia.
La resolución ha tardado cuatro temporadas más de agonía. En ellas Dexter ha vuelto a encontrar el amor —varias veces—; ha renegado de sí mismo y vuelto a ser el que era —varias veces—; ha estado a punto de ser descubierto por sus perseguidores —varias veces—, y los secundarios han rellenado, de nuevo, el hueco con sus rocambolescas historias de ascensos imposibles, amores incestuosos, asesinos propios de Cuarto Milenio, e hijos adoptivos en proceso de evaporación.
[Vienen spoilers a partir de aquí]
El final ha llegado como llegan últimamente los finales en las series que no saben cómo acabar: con un tornado y la muerte. O casi. Tenemos un hijo en manos de una asesina deambulando por un Buenos Aires digital, y un Dexter arremetiendo contra el tifón. Claro, luego viene la sorpresa, el final abierto, la carta boca arriba para contentar al espectador llorica.
Casi da la impresión de que los guionistas no han tenido tiempo de decidir cuál de las dos opciones escogían, así que han optado por rodar las dos y que el respetable elija. Así, pueden ustedes optar por la opción trágica: Dexter perdido con su barca allende los mares, descansando sobre el mismo lecho subacuático que sus víctimas, con el océano cual lóbrego panteón. O bien pueden quedarse con la opción sentimental: Dexter despojándose de sí mismo y de los suyos, llevando una vida vacía y solitaria en algún lugar perdido; como un fantasma condenado a vagar por toda su existencia penando por sus pecados, abandonado del recuerdo de su padre, y dejando en este mundo nada más que a otro huérfano, como fuera él mismo.
Elijan ustedes. Yo no puedo decirles más.
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