


Ashleigh es una joven estudiante de Periodismo sureña que un buen día recibe el encargo de hacerle una entrevista a un conocido director de cine para la revista de su universidad. Encandilada por la propuesta, acepta ir a Nueva York con esa misión bajo un brazo y su novio pijo del otro. Este, por su parte, está dispuesto a gastarse con ella todo el dinero que ha ganado al póker siempre y cuando no tenga que acudir a la casa familiar, la cual repudia. La lluvia, junto a un cúmulo de incidencias, se interpondrá entre ellos, obligando a la pareja a pasar el fin de semana viviendo aventuras separadas que incluirán, por el lado de él, el encuentro con una hermana de su ex con la que tontea y, por parte de ella, los intentos de seducción de todos los cuarentones con los que se cruza y que terminan dejándola —solo a ella— en bragas y sujetador.
La última película de Woody Allen llega a los cines acompañada de una de esas campañas de promoción en absoluto deseadas pero probablemente bien recibidas por la taquilla. Se trata de la primera de las cuatro que tenía firmadas con los estudios de la omnipotente Amazon y la primera en haber sido «secuestrada» por la productora y vendida —según dicen, a bajo coste— a algunos distribuidores europeos. Tanto es así, que no se ha estrenado en Estados Unidos. El motivo es reputacional: ante el resurgir de las demandas contra Allen por abusos sexuales en el seno de su propia familia —tema archivado sin más ruido por la propia justicia hace años—, la productora decidió, parece ser, romper el contrato, lo que le ha valido una demanda millonaria por parte del director.
Escándalos aparte, la película presenta todos los elementos ya característicos del octogenario neoyorquino en sus últimas incursiones en la gran pantalla: una realización descuidada —a la que no ayuda en absoluto la estrafalaria contribución del director de fotografía—; un plantel de actores y actrices cuya química es inversamente proporcional a su juventud; y un guion que entre esnobismo y filosofía vacua consigue arrojar algunos instantes de genialidad.
Se trata, en suma, de todo un anacronismo intelectual y geográfico. Allen se esfuerza por retratar un Nueva York que ya no existe —y que, de hecho, quizá no haya existido nunca— a través de la mirada de unos jóvenes por completo fuera de su tiempo. La construcción de los personajes es confusa —especialmente ella—, y las situaciones que viven rozan lo absurdo en un evidente esfuerzo por acoplar algo que pueda sonar a chiste en mitad de una trama con muy poco fundamento.
Con todo, se trata de una obra construida con trazo elegante que deja en su metraje algunos destellos de brillo, como el potente monólogo final de la madre del pijo.