Proyecto imposible, inabarcable, inadaptable… Jodorowsky se lanzó a llevarlo al cine en los años setenta, logrando aglutinar a un nutrido grupo de artistas y técnicos que terminarían revolucionando la ciencia ficción en la gran pantalla, pero sin Jodorowsky y sin Dune. David Lynch hizo su olvidable versión en los ochenta, con una estética de cartón piedra, personajes maniqueos, constantes monólogos interiores y un Sting pasado de vueltas. Luego vinieron otras versiones, otras tentativas y nuevos fracasos. Hasta hoy.



El Dune de Villeneuve es una obra de ingentes proporciones. Un relato grandilocuente y avasallador en la línea de su continuación de Blade Runner. El tono shakesperiano de la historia encuentra acomodo en unos decorados descomunales, unos paisajes apabullantes y una banda sonora tan sobrecogedora como estridente. Sin duda se trata de una película de esas que es indispensable disfrutar en la sala, con la pantalla más grande posible y la banda de sonido más envolvente que exista. Ahora bien, sigue sin ser una obra perfecta.
Dune mezcla la lógica renacentista con el colonialismo espacial y las intrigas palaciegas. El emperador del universo le encarga a un duque y su familia el control y gestión del planeta donde se produce el único combustible que permite los viajes estelares. Esto despierta los celos y rencores de la familia rival, que había gestionado esos recursos hasta el momento. También genera preocupación entre los habitantes del planeta, un pueblo oprimido, atrasado y supersticioso de habitantes del desierto. Pero nada de esto importa realmente.
Lo realmente importante es la trama del primogénito del duque. El protagonista de la historia, un joven inexperto que además de sufrir sueños premonitorios parece tener las habilidades extrasensoriales que ha heredado de su madre, una sacerdotisa del culto que rige en el imperio.
La obra de Villeneuve parece querer delegar en la fotografía la responsabilidad de epatar que no cumple la narrativa.
La obra de Villeneuve parece querer delegar en la fotografía la responsabilidad de epatar que no cumple la narrativa. Las historias mesiánicas sólo son interesantes cuando “el elegido” no sabe que lo es, duda de serlo o simplemente no quiere soportar ese cáliz; y sólo llegan a entusiasmar cuando el viaje de aprendizaje realmente implica una evolución, un cambio o una renuncia. Tampoco ayuda la inexpresividad de Chalamet, que es llevado de un sitio a otro sin que nada parezca importarle demasiado.
Afortunadamente, el director ha tenido buen ojo a la hora de dar aire y tiempo al personaje interpretado por Rebecca Ferguson, madre del protagonista, que sí presenta una trama interesante maravillosamente desplegada por una actriz con garra. Solo por ella merece la pena ir a verla.