El gueto de Varsovia no parece que sea lugar para el amor ni la comedia. En enero de 1942 casi medio millón de judíos de toda Polonia malviven en un espacio parcelado en mitad de la ciudad. No es un campo de concentración, tampoco es una cárcel. Es un conjunto de barrios amurallados y custodiados por soldados armados. Nadie puede salir. La única esperanza de los que allí habitan es lograr escapar con la ayuda interesada de alguien. Mientras, tratan de aparentar normalidad para no perder la cabeza entre la miseria, el frío y la enfermedad. Por ello, aunque el gueto no sea el lugar, el amor y la comedia son más necesarias que nunca. Así opinan, al menos, los actores de un grupo de teatro que estrena función.



El amor y la comedia son, en realidad, inevitables. Lo demuestran los propios actores de la compañía. Stefcia vive entre dos amores, su ex y su nueva pareja. Ambos compañeros de su troupe y ambos condenados a convivir y darse la réplica en escena. Ambos la aman también, pero uno va más allá: uno está dispuesto a fugarse del gueto con ella. De hecho, lo ha organizado todo para lograrlo, sobornando a las personas adecuadas. Lástima que sea el ex.
Las autoridades invasoras andan con la mosca detrás de la oreja. Tal vez haya sido culpa del amante y sus manejos para lograr fugarse; tal vez haya sido cosa de los disidentes, que imprimen incendiarios pasquines contra el poder establecido. No se sabe con certeza, pero la realidad es que andan rondando el teatro. Sólo habrá una oportunidad de fuga, y será al terminar la función; sólo habrá salvoconducto para dos personas, ni una más; sólo podrá lograrse si los alemanes no dan al traste con el plan antes de que termine la obra.
Rodrigo Cortés elabora una puesta en escena virtuosa para una película que, precedentes clásicos aparte, apoya sus puntales sobre una historia verídica. La cámara se mueve con absoluta libertad entre el proscenio y las bambalinas para retratar, casi en tiempo real, la ejecución de la obra/plan de huída. La película, que por supuesto retrata el drama del periodo y del lugar, también deja hueco para la música, abundando las canciones alegres y el tono jovial y esperanzador durante todo el metraje.
El único problema que se le puede achacar a la historia es, precisamente, su perfeccionismo. Al estar todo milimétricamente orquestado —movimientos, entradas, salidas, canciones, planos y contraplanos—, casi da la sensación de estar viendo el funcionamiento de un reloj suizo, lo cual puede restar un poco de credibilidad a los momentos emocionales y de tensión a los momentos de crisis.
En cualquier caso, se trata de una obra mayor tejida con la artesanía de un orfebre.