


El estanque dorado, película dirigida por Mark Rydell en 1981, narra el encuentro entre un abuelo y su nieto político. Se trata de dos personajes igualmente tercos y mal avenidos que vencen el rechazo mutuo inicial a través de una afición común por la pesca. Con la excusa dramática que capturar una gran carpa, ambos forjarán una indestructible relación familiar. En El artista anómino la excusa narrativa que se emplea para lograr esa conexión entre un abuelo y su nieto es, en vez de la captura de un pez, la resolución de un misterio.
Olavi es un anciano galerista de arte que vende fundamentalmente pintura. Aunque respetado en otro tiempo, actualmente su pequeña tienda de cuadros no pasa por un buen momento. Al problema económico se une la mala relación que tiene con su única hija, y el nulo contacto que mantiene con un nieto adolescente y en apariencia bastante conflictivo. Anclado en una época ya perdida, el anciano ve cómo el negocio del arte ha ido despreciando el arte en sí en pos de un valor intangible basado, eminentemente, en la firma de los autores, único elemento de relevancia con la que se podrían incluso vender a precio millonario los lienzos en blanco.
Aunque la trama resulta en apariencia sencilla y hasta predecible, el relato dirigido por Klaus Härö va adquiriendo resonancias cada vez más profundas
Un buen día descubre que su competencia va a organizar una subasta. Su ojo experto localiza entre los lotes un cuadro sin firma, de autor anónimo. Obviamente, para la rueda comercial una obra así carece de atractivo, por lo que el cuadro en cuestión está arrinconado, casi olvidado, casi excluido. No obstante, Olavi tiene la corazonada de que se trata en realidad de una pieza perdida realizada por un importante pintor ruso.
Comenzará entonces una investigación que le permita datar con seguridad la obra. Su idea es aprovechar el desconocimiento de su competidor para adquirirla por la décima parte de su valor. Su venta posterior, ya acreditada la autoría, puede solucionar su severa situación económica y asegurarle una jubilación acomodada, además de permitirle contribuir a la también apretada situación de su hija. Pero el tiempo apremia, y la corroboración de que, en efecto, la pieza tiene mucho más valor de mercado del que le atribuye su engominado competidor se antoja difícil para un anciano que no puede permitirse abandonar su tienda para bucear en los catálogos históricos de museos y colecciones. Afortunadamente, su nieto es ducho en las nuevas tecnologías.
Aunque la trama resulta en apariencia sencilla y hasta predecible, el relato dirigido por Klaus Härö va adquiriendo resonancias cada vez más profundas y místicas. No en vano, el cuadro del pintor desconocido, que inexplicablemente no lleva firma, es un icono religioso que representa a Cristo. Detalle este no menor, que eleva la tesitura de la narración a un nivel de mayor calado moral y espiritual.