


Pablo Larraín es, desde hace un tiempo, uno de los nombres a seguir en el mundo del cine latinoamericano. Tras el éxito por medio mundo —y me estaré quedando corto— de No (2012) por su mirada sobre las elecciones que derrocaron a Augusto Pinochet, El Club inspecciona dentro de una de las mayores máculas de la Iglesia católica: las casas de retiro donde se recluían los religiosos acusados por pedofilia, tráfico de bebés u otra clase de delitos.
El argumento nace ya con un detonante potente cuando se nos presenta al padre Matías Lezcano, que rompe la armonía que existía dentro de la casa para siempre: tras negar sus fechorías, recibe la visita de una de sus víctimas que recita sin pudor todo aquello que el cura le obligó a hacer. Tras dejarle una pistola en sus manos, Lezcano baja a encontrarse con su víctima para espantarla… o eso creemos, porque acto después se suicida. Y eso, cómo no, tendrá sus consecuencias cuando un jesuita decida investigar a los habitantes de la casa.
Lo que más llama la atención de El Club es su puesta en escena. Destaca ante todo la paleta de colores apagados —tanto azules como amarillos—, así como también la colocación de la cámara con planos muy cerrados —como es el caso de las entrevistas— en contraste con los más abiertos o incluso generales dedicados por ejemplo a las discusiones en la mesa. El resultado es una atmósfera dura y fría, muy cercana al estilo de rodar de Michael Haneke con sus dramas, o también propio de la tradición literaria de plumas como la de Juan Rulfo, donde hay tanta concisión en las palabras como crudeza en el fondo argumental.
Otro punto notable de la película son los personajes. Ese es, sin dudar, el aspecto mejor trabajado, y se nota que está a la altura del mejor cine de este año. No solo ninguno de los intérpretes deja indiferente, sino que también se consigue desde el guion crear empatía tanto con alguno de los curas —con todo su historial repugnante detrás— como con otros personajes tan turbios como ellos. La interpretación soberbia de la gran mayoría de los actores y actrices ayuda en este apartado.
Larraín construye sin tapujos una historia muy cercana a la tradición literaria más sobria y seca, y el resultado es una obra casi redonda
Sin embargo, y como siempre, hay problemas que impiden que El Club sea una gran película. Y el primero, aunque sea una cruel ironía, tiene que ver con el guion. Sí, es cierto que el último trabajo de Pablo Larraín sabe aprovechar bien los puntales de su historia y tiene una estructura seria y bien trabajada pero, por desgracia, el error está en sus formas. La película en algunos momentos toma al espectador por alguien demasiado avispado y comete el error de ser demasiado sutil en vez de especificar con algo más de claridad lo que está sucediendo en pantalla. Este hecho no afecta en general al transcurso de la película, pero sí puede generar algo de frustración en un espectador que podría ya estar entregado a la causa.
En resumen, El Club es una película turbia y sórdida que golpea sin miramientos la actitud pasiva de la Iglesia católica en sus fueros más internos. Larraín construye sin tapujos una historia muy cercana a la tradición literaria más sobria y seca, y el resultado es una obra casi redonda o incluso mejor, donde hay más pequeños desajustes pero no problemas de peso. El aficionado que busque un drama duro ya sabe qué ver antes de que se acabe el año.