El cine está bajando los precios. Las salas se están llenando.
El pasado «día del espectador» había hasta colas. ¡Colas! Lo nunca visto. Pasaba por la calle y me quedé allí mirando, como un pasmarote. ¿Sería posible? ¿Sería cierto? Al final era la economía. Al final era la pasta. Y yo, que me había pasado post y post y post diciendo que ese no era el tema; exponiendo la teoría del calzoncillo, de lo de que ver el cine en sala es antisocial e incómodo. De pronto, la realidad me daba un sopapo. ¡Era todo culpa del precio!
Está claro, porque basta que lo bajen para que se formen colas y la gente vuelva a disfrutar de la «liturgia» de ir a la sala, en silencio, en la oscuridad, con los desconocidos de siempre codo con codo. A la gente le gusta el cine. Eso está clarísimo. Caminando por la calle me planteé revisar este blog. Poner notas de disculpas en los post del pasado, en los que decía que no era tanto el precio como la cultura; que no era cosa de dinero sino de comodidad. Incluso se me pasó por la cabeza escribir un post entonando el mea culpa. Lo siento, me equivoqué, no volverá a pasar…
Pero entonces me topé de pronto con otra cola. Una muy diferente. Como cada semana, era el día en que Telepizza ponía la oferta del tres por uno, y la gente se agolpaba en la puerta. Un día, tres por uno, colas de gente. Un día, cine barato, colas de gente. ¿Soy el único que ve la similitud? Supongo que el discurso es equiparable: a la gente le gusta la pizza barata, igual que el cine. Si el sector pizzero está en crisis, supongo que la lectura lógica del asunto es que son demasiado caras. Si pusieran el tres por uno todos los días, la gente no comería otra cosa; si pusieran el cine barato todos los días… Ya… Ya, sé. La cosa no funciona así.
El cine barato ha llevado a la gente a las salas… un día. El día de ir al cine; igual que el día de comer pizza, o igual que el día de comprar fruta en el súper. It’s the offer, stupid. La promoción. La oferta. Ahora las productoras ya no miran lo recaudado el fin de semana del estreno, ahora tienen que mirar lo recaudado el día del espectador siguiente al estreno. La gracia del tema es que parece que no hay por ahí ningún estudio de estos serios de CIS o de Metroscopia o de Sofres investigando la causa. Si lo hubiera, probablemente la gente diría cosas como que le gusta ir al cine una vez por semana, a ver lo último, la novedad, y que si hay un día que es más barato, pues va ese, aprovechando la oferta. Como con la pizza.
Porque está claro que el cine es caro. A los costes que tiene de por sí la entrada tenemos que añadir el IVA cultural, el precio de las palomitas, del parking, del cartón de cocacola… Hay que aprovechar la oferta. No nos queda otra. No es un Madrid-Barça. No es una experiencia grupal y social apabullante. No es un concierto de rock. Ni un festival. No. Es cine. Es encerrarse con decenas de desconocidos en la oscuridad para ver el último estreno. Desconocidos cuya presencia, más que aportar algo a la experiencia, lo único que logra en la mayoría de los casos es estropearla: toses, murmullos, llamadas al móvil…
Sacar como conclusión del éxito de la rebaja que el precio de la entrada es la solución de la crisis del cine es un error. Sin duda tiene su parte de culpa, por supuesto, pero la causa real del problema es más profunda. Vivimos tiempos de cambio, y el problema, en mi opinión, está en saber o no adaptarse a él. A la gente le gusta el cine, pero ¿de verdad le gusta ir a las salas? Piénsenlo: lo que saca a la gente de casa no es la experiencia en sala, sino la novedad del estreno cinematográfico. Si hay por ahí algún distribuidor atrevido que haga la prueba: estrenen en Youtube antes que en sala. ¿Se atreven? ¿No?
No es, por tanto, una cuestión relativa a la calidad de las películas, a su promoción o a su coste. Es la experiencia de usuario. Es aquello por lo que la gente está dispuesta a pagar. Es lo que tiene el fútbol, la ópera o los conciertos de rock. Oír a los Rolling en directo no tiene nada que ver con escuchar sus discos en el iPod: la experiencia es mucho más que auditiva, con la gente, los fans coreando las canciones, la energía de Jagger sobre el escenario… Ver una película en sala no tiene nada que ver con disfrutarla en el iPad: pero porque en sala el prójimo molesta y en casa se disfruta con tranquilidad, en la cama, en el sofá, y por menos. ¿No hay pantalla gigante? No. Pero tenemos un plasma que nos compramos para el mundial que va de rechupete.
Ya sé que hay muchos enamorados de la «liturgia» que adoran el ruido del proyector en una sala silente; la pantalla gigante, el sonido… Y también sé de buena tinta que son los mismos que prefieren el cine en solitario. Si no han visto nunca a ninguno de éstos especímenes acérquense un lunes a la sesión de las cuatro, o a alguna sesión matinal o en versión original —si las encuentran—. Allí están. Los amantes del cine de sala. Los verdaderos defensores del placer de la pantalla gigante. Son los menos, los pobres. A lo mejor resulta que ellos sí están dispuestos a pagar un poco más por la entrada, pero claro: el cine no cubre gastos.
El cine funciona llenando todos los días —no solo uno una vez a la semana a precio reducido—. Vendiendo y revendiendo el estreno de la semana. Atesorando un producto que antes se disfrutaba de manera mucho menos inmediata que ahora —¿recuerdan aquellos lugares llamados videoclubes?—. Porque el cine en sala está pensado como espectáculo «de masas», pero los espectáculos «de masas» ahora, me temo, se cuentan en bits.