La costa sur de Inglaterra es lugar de hermosas playas tristes. A diferencia de las soleadas y masificadas playas de nuestras costas, Dover, Portsmouth, Margate… tienen ese ambiente nublado, frío y aristocrático del turismo victoriano. También tienen un aire cinematográfico. La ciudad de Brighton fue cuna de pioneros del séptimo arte como George Albert Smith, Alfred Collins o James Williamson, a quienes se atribuye, entre otras cosas, la invención del primer plano. También es lugar de mestizaje. Con puertos de entrada de gran parte de la población de las viejas colonias del Imperio, junto con Londres, se trata de enclaves con amplia confluencia de razas, etnias, músicas y culturas.



La última película de Sam Mendes pretende mostrarlo todo. Ambientada en un viejo cine de ciudad costera, la historia se centra en la relación entre Hilary (Olivia Colman) y Stephen (Micheal Ward). Ambos son trabajadores de la taquilla, y ambos comienzan una relación clandestina en el viejo ala del edificio, antaño salas 3 y 4, y ahora improvisado palomar de pichones con alas rotas. Sin embargo, la película no se centra ni en su diferencia de edad, ni en su diferencia racial. La película aborda, más bien, sus puntos en común y sus tramas internas —la esquizofrenia que está tratándose ella, los problemas de intolerancia que sufre él con los skins locales— durante los años del thatcherismo. Y quizá ahí su principal problema.
No hay una trama sólida ni una historia arquetípica. La obra devanea entre múltiples facetas a lo largo de diversos años, con un protagonismo alternado entre uno y otro, y con la sugerencia de temas diversos y conflictos que se exploran superficialmente y que se abandonan en el camino de la vida de sus personajes. Solo la magia del cine luce de fondo constante durante todo el relato, como alusión al refugio idílico donde cabe la felicidad y se pueden olvidar los problemas.
Ahora bien, la película presenta una magia especial. Tal vez sea la fotografía de Roger Deakins, siempre hermosa, siempre estimulante y siempre precisa —y que le granjeó una nominación al Oscar—; tal vez sea la interpretación de Olivia Colman, que es capaz de mostrar simultáneamente la mayor fortaleza y la máxima vulnerabilidad; tal vez sea el retrato social y humano de los habitantes de un periodo que empieza a ser consciente de su declive. O tal vez sea la confluencia de todo ello, que inunda la pantalla con las pinceladas de un periodo histórico con más oscuridades que luces, con más tristezas que alegrías, pero con grandes películas en las salas de cine.