Entre las múltiples funciones de un jardinero están las de la siembra, el esquejado, el riego, la poda, el abonado, el trasplantado… Sin embargo, probablemente la tarea más complicada de todas sea la de la del control de plagas y enfermedades, así como la recuperación de las plantas que las han sufrido. La última película de Paul Schrader aborda, en cierta forma, esta última vertiente.



Narvel Roth es el encargado del fabuloso jardín Gracewood Gardens, propiedad de la anciana Sra. Havernhill desde hace generaciones. Tiene tres personas a su cargo y una pequeña caseta donde vive, en mitad del propio jardín. Sus labores implican el cuidado del lugar, así como la introducción de diferentes especies que su anfitriona adquiere en el extranjero.
Un día, la dueña le pide un favor personal. Su sobrina-nieta, una niña díscola y con problemas de adicción, se ha quedado huérfana y ella se siente en la necesidad de hacerse cargo. Para ello, tiene que superar diversas barreras emocionales —la relación con su hermana y su sobrina nunca fueron buenas— y diversos prejuicios raciales, pues la muchacha es de origen mestizo. Con la idea de procurarle un oficio y un aprendizaje que la aparten de sus malas compañías, le pide al maestro jardinero que la integre en su equipo para que le ayude y aprenda.
A él no le queda más remedio que aceptar el encargo, pues al fin y al cabo es la sobrina-nieta de la jefa. Pero, de alguna forma, antes incluso de que llegue él ya sabe que también le va a suponer un reto. No ya solo por la responsabilidad de acoger bajo su amparo a una joven inestable, sino por el secreto que él mismo esconde debajo de su peto.
Pues resulta que Narvel en realidad no se llama así. Ese es solo el nombre de la nueva identidad inventada que le pusieron cuando entró en el programa de protección de testigos. Narvel, en realidad, es un antiguo supremacista blanco, asesino de encargo y soplón de la policía. Alguien con quien el espectador lo tiene muy complicado para simpatizar.
De nuevo, Paul Schrader confronta la historia y cultura norteamericanas con sus propios demonios. Y lo hace, una vez más, adentrándose en la psique de un hombre solitario y taciturno que busca redención a través de las palabras que escribe en su diario y de la buena obra que realiza, día tras día, cuidando el jardín de la Sra. Havernhill.
La película no obstante, resulta, como la anterior, sobreverbalizada, predecible, carece de conflicto real, y se atisba el artificio de su planteamiento al disponer de un personaje-marioneta que, más que buscar solucionar sus propios problemas, está fundamentalmente para el desarrollo de la redención del protagonista. No obstante, es una obra de Paul Schrader y, pese a todo, tiene una profundidad y una madurez difícilmente encontrable en la cartelera actual.