


La verdadera dificultad reside en saber realmente cuándo nos dio el siroco; en qué momento se nos subió algo a la cabeza y perdimos el Norte. Obnubilados, quisimos ser más de lo que nunca fuimos y, por el trampeo de los negocios, lo vimos posible hasta el punto de vender nuestra alma al Diablo para lograrlo. Esa sería, en breves líneas, la metáfora que trae a las pantallas la última obra de Icíar Bollaín: con el afán de prosperidad, de lujo o de quitarnos el polvo del campo de entre las uñas terminamos por echar a volar nuestras raíces, casi de forma literal.
El Olivo narra la historia de una nieta entregada a la salvación de su abuelo. Hombre de campo, su vida estaba en sus árboles, especialmente en uno milenario que había heredado de sus antepasados. Movidos por la avaricia, los hijos del aceitunero se lo vendieron por varias decenas de miles a una empresa alemana para que adornase su vestíbulo. Entonces el abuelo perdió la voz; pasaron los años y perdió el apetito, y ahora parece haber perdido definitivamente las ganas de vivir. Su nieta, con quien tenía la especial relación que se tienen con los nietos, conoce la cura para el hechizo: traer el olivo de vuelta de Renania del Norte. El problema es que para ello tendrá que engañar a sus familiares y amigos, desenterrar los más turbios desencuentros familiares y oponerse a los legítimos dueños actuales del árbol de la discordia.
Trazada bajo la metáfora y el simbolismo, la película sigue la pauta de la forja del héroe —heroína interpretada con tino por Anna Castillo— en su búsqueda del elixir que devuelva el alma a su abuelo y, con él, a toda su familia, carcomida por la separación y los rencores, además de a su propia vida, vacua y carente de rumbo según vislumbra tras un revolcón de una noche con un desconocido.
Aunque correcta en sus formas, la película aqueja por un lado cierto afán de aleccionamiento, como si el espectador no tuviera entendederas suficientes para llegar solo a la conclusión obvia —y por desgracia bastante predecible— a la que trata de llegar la narración. Por otro lado, parece que se han querido contar muchos temas con un relato demasiado sencillo: la crisis económica —con sus causas y consecuencias—, la familia disfuncional, la protección del medio ambiente, el acoso… Tal vez demasiado para un solo viaje.
Sin embargo, el principal problema de la pieza reside en que en algunos instantes el recorrido se antoja naif, ingenuo y hasta infantil. La gesta de la protagonista de la mano del amigo pusilánime y el tío corto de miras parece tratar de abrir más una puerta a la comedia fácil que abordar con mesura una historia que, por otro lado, presenta una premisa original e interesante.