Anoche se estrenó, por fin, El Príncipe, la esperada nueva producción de Telecinco. Supongo que ya estarían al tanto, porque no han parado de darle bombo.
La serie que está llamada a rememorar el éxito de aquella Sin tetas… —que tan buenos números dio a la cadena amiga— se presenta como una producción con una premisa interesante, una ejecución aceptable, pero un tempo sin duda atropellado.
El Príncipe narra la historia de un joven policía —en realidad, agente del CNI infiltrado— que llega a Ceuta como nuevo inspector jefe del que parece ser uno de los barrios más conflictivos de España —hasta aquí va bien la cosa—. Allí se encontrará con una serie de policías corruptos comandados por Coronado que no están dispuestos a dejarle cambiar el paradigma del barrio y que callan más de lo que dicen —la cosa sigue poniéndose interesante—. Junto a ello, la familia del capo local del narcotráfico ha perdido a su hijo menor, a la vez que prepara con denuedo la boda concertada de la hija —aquí ya las cosas empiezan a chirriar un poco, seguro que lo han notado—.
El Príncipe comienza con la escena de un grupo de policías nacionales arrojando un cadáver por un acantilado. Ya. Sentamos la base del drama, del conflicto y del tono con una escena de esas que marcan. Queremos ver más. Queremos saber más. El problema que viene después no es que no se sepa más. Más bien todo lo contrario. El conflicto se verbaliza desde el minuto cero. ¿En serio hacía falta que explicasen con diálogos la conducta de unos y otros personajes? ¿En serio es necesario que todos los personajes expliquen, incluso de manera notoria y en la plaza del pueblo, sus motivaciones más viscerales? ¿De verdad necesita un hermano decir que pretende vengar la muerte de su hermano? La trama de la familia del narcotraficante es tan diáfana en sus motivaciones que no les hará falta ni pensar: los personajes se lo dirán a la primera de cambio, con planicie y concisión. Igualmente, los traumas del propio personaje interpretado por Coronado están presentes desde el mismito comienzo: de hecho desnuda su alma —vía iphone— a la primera de cambio.
Resulta interesante la subtrama de los protagonistas: el jovencito que de pronto es nombrado jefe de policías bregados en las corruptelas que le doblan la edad; el tonillo con el que le mencionan «inspector jefe»; las sonrisas del equipo cuando les habla; las miradas del propio Coronado, que no se lo cree, le aportan una enjundia al personaje que lo hace interesante per sé. ¿Está bien llevado por Álex González? Todavía es pronto para decirlo, pero por lo pronto su intervención es más de convidado de piedra que de otra cosa: a su alrededor pasa prácticamente de todo, pero él no toma partida en ningún momento; es el jefe, pero no para de seguir las indicaciones de Coronado. ¿Es esa la actitud, inspector? ¿Es siquiera la actitud de un jovencito que tiene la obligación de ganarse el respeto de sus compañeros y convertirse en una figura de autoridad? Un ejemplo: nada más llegar, el nuevo jefe impone que se vuelva a utilizar el uniforme —no sabemos en qué momento los policías de Ceuta dejaron de llevarlo—, no obstante, la uniformidad sólo dura un plano, al siguiente ya se lo han quitado. La pérdida del uniforme, aunque progresiva, va en aumento, hasta el punto de dejar al protagonista sólo con una toalla como única vestimenta, al tiempo que los espías del CNI le cuentan sus planes súper secretos hablando por la calle por el manos libres del móvil. Ya saben, el protocolo habitual de todo buen espía: contar los planes secretos a viva voz, por la calle, y desde el manos libres del teléfono. Ya.
Falla en un exceso: el empleo de truquillos digitales. Los planos supuestamente rodados en Londres —con el skyline correspondiente de fondo para darlo así a entender— se podría haber realizado, en mi opinión, sin recurrir a ningún croma tan burdamente falseado. ¿Para qué meter un pegote digital, si el rótulo ya da la localización y el espectador no tiene intención de dudarlo? En Sherlock, que también se desarrolla en Londres, no están cada dos por tres poniendo cromas detrás de las falsas ventanas para dar esa impresión. De hecho, podrían rodarlo en Madrid y la impresión londinense sería la misma. ¿Por qué en El Principe cada vez que sale alguien hablando por teléfono desde Londres tiene que aparecer en un croma de fondo el Big Ben?
El ritmo se hace desenfrenado. Casi diría atropellado. No han pasado ni veinte minutos de episodio y ya hemos tenido el ocultamiento de un crimen, la llegada de un nuevo inspector jefe, una redada en un furgón, un atentado terrorista y, por supuesto, el esbozo de una historia de amor. Parece que las historias se agolpan unas tras otras en algún intento de producción de hacerlo todo más ameno o interesante. Pero no lo creo.
A Coronado vino a verle la Virgen el día que le dieron su primer papel de policía corrupto. En serio. Sigue arrastrando la broma de los bífidus, pero es que es cierto. Coronado era un actor venido a menos, de anuncios de yogures, hasta que algún iluminado o iluminada lo propuso para el papel de Torrente —o similar—. En El Príncipe se le ve cómodo, tranquilo, dominando el rol en un papel que se conoce y que parece venirle como anillo al dedo. No es el Denzel Washington de Training Day, pero lo intenta. Y su esfuerzo es encomiable, aunque no llegue.
Está un pelín cogido por los pelos que todas las tramas enlacen desde el primer momento a la misma familia de narcotraficantes; un pelín cogido por los pelos que todos confiesen ante la sola presencia de Coronado, e igualmente cogido por los pelos que el propio policía deje marcharse de rositas a esporádicos que confiesan abiertamente venderle armas a menores. Ea. Con un par.
En todo caso, la propuesta, a pesar de su toque culebronesco, tiene un puntillo. Esperemos que los episodios sigan las pautas de exterior + croma, interior cartónpiedra, ya que al menos tenemos lo primero. No le vaticino mucho éxito, en cualquier caso, a pesar de todo el viral que se han montado y del pepinazo de audiencia del piloto. Al fin y al cabo la gente elige, y esto, pues bueno… digamos que se pueden elegir cosas mejores.