


En torno a la mitad de la película dirigida por Adam McKay El vicio del poder, el protagonista, un orondo Dick Cheney interpretado por Christian Bale, renuncia a su carrera política para no exponer la homosexualidad de su hija al ataque de la rama más conservadora de su partido, y opta por llevar una vida retirada junto a su esposa criando perros de concurso. Suena la banda sonora y empiezan a desfilar los créditos por la pantalla, otorgando así un falso final en alto y positivo. No obstante, la película sigue.
La obra de McKay, que firma tanto la dirección como el guion, tiene un posicionamiento político claro y declarado. Su interpretación de la vida y hechos del que fuera todopoderoso vicepresidente de los Estados Unidos durante el mandato Bush Jr. no trata ni por asomo de ser neutral, imparcial o aséptica. Expone abiertamente su tesis y para defenderla se vale de cuantos argumentos y recursos tiene a su alcance, desde la ironía hasta la caricatura; desde el dato factual y contrastable hasta el inserto-chiste emocional y socarrón. Una voice over motivadamente contraria al protagonista lleva al espectador a través de un relato valorativo que no duda en recrear instantes íntimos de imposible comprobación. Tanto es así, que incluso el director-guionista pone a los personajes a recitar escogidas piezas de Shakespeare en sus momentos de intimidad.
El retrato monstruoso que construye de Dick Cheney está elaborado con maestría tanto en la realización como, especialmente, en el montaje
No obstante, El vicio del poder ni es un documental ni aspira en ningún momento a serlo, aunque tenga en los hechos su puntal principal. Su finalidad va más allá, al tratar de explicar el presente desde una visión caricaturesca y exagerada de la realidad política de su tiempo, casi al estilo de Silvio (y los otros), de Paolo Sorrentino, con quien ha coincidido en cartelera.
Por ello, con independencia de que sea del todo fidedigno o no lo que plantea, el retrato monstruoso que construye de Dick Cheney está elaborado con maestría tanto en la realización como, especialmente, en el montaje, y tiene en las figuras de Christian Bale y Amy Adams sus principales valedores pues, dejando aparte la evidente transformación física de ambos actores para el papel, logran transmitir un carisma y una hondura a sus personajes que por momentos hace que el espectador se olvide de que está ante una caricatura. De hecho, sus interpretaciones chocan en ocasiones con las de otros secundarios como Steve Carell o Sam Rockwell, estos sí en un tono más paródico.
En consecuencia, la película rompe por completo con el estigma de los biopics aburridos y predecibles, acertando al desarrollar un relato entretenido, cómico, de factura audaz y, como el propio film declara, abiertamente de izquierdas.