Desde ya confieso ser un talibán anti 3D.
Llámenlo conservadurismo, llámenlo criterio cinematográfico, llámenlo pose. Pero odio el 3d. Salvo en algunos momentos de Avatar y El Hobbit, y en películas de Pixar como Toy Story 3 o Up, el 3d me ha parecido una engañifa sacacuartos; una mareante carcasa para películas cada vez más vacías en contenido y más prolijas en objetos voladores —Airbender, la enésima mierda de Shyamalan es el ejemplo extremo de esto—. Una sonrisa sarcástica se dibujaba en mi rostro con las noticias apocalípticas sobre el 3d, que si bajaba en Estados Unidos el público a favor del HD, que si dolores de cabeza, que si los grandes directores eran reacios a las gafitas polarizadas… «Que se lo coman con patatas», pensaba, ni una revolución impuesta más. Por eso al ver los carteles de Gravity (Cuarón, 2013), con lemas como «Para esto fue hecho el 3d», todo me olía a chamusquina, a intentar resurgir lo que ya estaba languideciendo. Pero caí, lo reconozco, caí en ese entramado publicitario entre parabienes de James Cameron, asombro en San Sebastián, etc. He sido débil… Y doy gracias a Dios por ello.
Gravity es quizás la experiencia sensorial más alucinante a la que he asistido en una sala de cine. No me atrevería a llamarlo película, es simplemente un apoteósico y monumental espectáculo audiovisual en el que a veces no sabes si estás asistiendo a un documental en IMAX, a una atracción de feria de realidad virtual o viendo cómo tu colega está jugando a un videojuego revolucionario. Porque la película de Cuarón puede tacharse de revolucionaria ya que será imitada y marcará un antes y un después por haber mostrado el camino y haber exprimido la ubre del 3d con criterio, con técnica y con arte. El espectador asiste atónico a un paseo espacial hiperrealista en lo sensorial —la banda sonora es la única concesión extradiegética, pero no hace más que ayudar a cortar nuestra respiración en las escenas más impactantes y quizás recargar demasiado las más emotivas—. Nos invitan a un baile mareante y adictivo con la cámara, un viaje para el espectador en el en que se combinan panorámicas asombrosas con rápidos travellings de acción y planos subjetivos de los protagonistas. En lo técnico, absolutamente nada que reprochar a la recreación del paisaje más maravilloso que existe, que no está en la «Tierra Media» ni en otras galaxias: es nuestro planeta visto desde el Espacio, la belleza hipnótica de un tornado, una megalópolis con sus infinitas luces encendidas durante la noche, escenarios estos de la gran aventura que se nos propone: El camino de vuelta a casa.
Pero tanto fuego de artificio no valdría de nada si no existieran otros cimientos que lo sustentase. Y es que todo lo anterior está dirigido con maestría por Cuarón, algo que no debería sorprender del que ha hecho la mejor —es decir, la buena— de las películas de la saga de Harry Potter o Hijos de los hombres. El pulso de la película y del espectador es el mismo, se acelera y se relaja según dictamina Cuarón, combinando largas secuencias de pura acción con planos estáticos, sin otra misión aparente que la de que el espectador vea, observe, piense, sienta. A ello ayuda la identificación total con la protagonista, una Sandra Bullock cuyo rostro nos acompañará a lo largo de toda la película, una interpretación eficaz y muy física para un personaje de libro: desvalido, con trauma y que tiene que luchar para sobrevivir contra un agente externo y contra su propio conflicto, aunque es mínimo. Lo mismo pasa con un guión sin filigranas, sin giros tipo Lost, pasa lo que tiene que pasar en el camino del héroe, no hay nada arriesgado —hay un par de detalles que chirrían en el tercer acto de la trama, que no desvelaré para no «espoilear» mucho, y que dejan un pequeño sabor agridulce—, guión que no obstante tiene deliciosas concesiones metafóricas sobre la vida y su sentido, sobre a dónde vamos y de dónde venimos.
Y no quiero desvelar nada más de esta danza ingrávida, lo mejor es que se experimente Gravity, gigantesca obra con alma de película pequeña, en la que todo está en función del objetivo de sus creadores: entretener, atrapar y maravillar visualmente al espectador. Sin máscaras. Así de sencillo, así de complicado.
Igual repito.