


Dicen que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. No obstante, en el dicho popular no queda tipificado el premio que se obtiene cuando el ladrón, además, es adúltero y putero. Probablemente el saldo de años a favor sea mayor. Así se deduce, al menos, de la premisa que guía la acción del personaje de Jennifer López y sus secuaces en la película Estafadoras de Wall Street.
Inspirada en un caso real, el filme escrito y dirigido por Lorene Scafaria relata la historia de un grupo de strippers que, al ver menguados sus ingresos en los clubes del área de Wall Street tras la crisis de la bolsa de 2008, deciden emprender por su cuenta una red de extorsión en la que atrapar a sus antiguos clientes: los tiburones de la bolsa, ahora venidos a menos. Para ello, se hacen con una sustancia capaz de exacerbar la libido de los hombres y de tumbarles redondos al instante; los seducen en la barra de un bar para poder drogarlos sin que ellos se percaten y, una vez que han perdido la conciencia, exprimir al máximo el crédito de sus tarjetas black. Cuando recobran el sentido y se percatan del robo, la vergüenza y el temor conyugal evitan que pongan sobre aviso a las autoridades.
Aunque se dice enmarcada en un cine de corte feminista tras el fenómeno MeToo, lo cierto es que la película toma el punto de vista de las estafadoras y trata de justificar en cierta medida sus actos en base, como en el dicho del que roba al ladrón, a algún tipo de sentido de compensación por el daño que ha hecho Wall Street a la humanidad. No obstante, la recompensa de las protagonistas alterna la dignidad con el afán de lujo; la necesidad de poder pagar los gastos escolares de los hijos con los abrigos de chinchilla y los bolsos de Vuitton.
La factura visual toma prestados los recursos del videoclip y de la publicidad, y termina por ofrecer una imagen glamurosa y estilizada del mundo de la noche. Casi no se puede hablar de prostitución real en el film: aparte de alguna proposición indecente en off, ellas tienen en los bailes eróticos una fuente rápida y rentable de ingresos mientras que sus clientes sencillamente son retratados como mecenas de la danza que sueltan billetes y billetes tan solo a cambio del placer estético de ver bailar a las artistas en la sala privada del cabaret. El resultado, por tanto, queda disuelto en la ingenuidad.
Pese a todo, resulta interesante una propuesta de estas características elaborada desde una óptica femenina; sustentada en la realidad periodística de un caso real; y encabezada por una atlética Jennifer López en su enésimo retorno a la gran pantalla.