


A Tyler Clarkson le entraron en casa una noche. Lo acusaron falsamente de haber violado a una menor de edad en una fiesta y le pegaron una brutal paliza de cuyas secuelas tardaría en recuperarse. Tyler, después de aquello, no puso ninguna denuncia; no dio parte a las autoridades pese a conocer al culpable; no se mudó de piso ni cambió la cerradura de su casa. Porque Tyler es un personaje instrumental, y como buen personaje instrumental sabe que su rol en Euphoria es de servir a los preceptos de la trama de los personajes principales, y de recurso para que los guionistas puedan girar o incluso solventar los conflictos. Por eso Tyler no puede comportarse como un ser humano. Porque no lo es. Es una artimaña.
Euphoria se ha presentado como una maravilla de la pirotecnia visual. Su estética, ritmo y montaje son, sin lugar a dudas, algo tan trabajado como un videoclip de Rosalía. La cámara se desplaza sin restricción por el espacio y el tiempo, por el interior y el exterior; la narración salta de secuencia de montaje en secuencia de montaje llevada por la voz quebrada de una soberbia Zendaya, que se erige como relatora omnisciente de todo el artefacto. La música, los colores, la fotografía… Todo resulta tan sorpresivo como idílico, y la propia serie lo sabe: no son pocos los instantes en que se vanagloria de su propia agudeza expresiva, ya sea con digresiones narrativas en las que explican cuál es la mejor manera de fotografiar un pene o secuencias musicales con coreografía y canciones. Pero es todo una trampa.
Da la impresión de que Euphoria despliega sus estridentes luces de neón con la misma finalidad que los atrapamoscas: embelesar a los espectadores y llevarlos hasta el final sin que se percaten de las torpes costuras que sostienen una historia francamente raquítica.
Siempre hay un extra a tiempo cuando hace falta, ya sea un señor con micropene al otro lado del Skype o una desconocida con tanga y sin nombre para llevar al baile
Tyler Clarkson es asaltado de nuevo exactamente del mismo modo que la primera vez; Cal Jacobs, el constructor más conocido de la ciudad, queda con sus escarceos —algunos menores— amparado en la cuestionable privacidad del motel a las afueras; Frezco, el camello local, no solo trapichea en su propia casa sino que guarda allí mismo todos sus alijos en espera de que la policía llame a su puerta; los cds incriminatorios se dejan al alcance del guionista en cuanto el relato flojea; siempre hay un extra a tiempo cuando hace falta, ya sea un señor con micropene al otro lado del Skype o una desconocida con tanga y sin nombre para llevar al baile. Y Nate, por supuesto. Nate es un villano omnipotente al estilo de los cómics: lo sabe todo, lo ve todo, lo logra todo. Llega incluso a extorsionar a una menor con denunciarla por las fotografías eróticas que le ha enviado, sin contemplar siquiera el hecho de que él mismo puede ser acusado de algo peor por incitar tales envíos.
Sin embargo, lo triste de todo no es ya que se aprecie la mano del guionista moviendo los hilos en cada compás. Lo más triste de todo, desde mi perspectiva, es que la serie pone sobre la mesa temas de enorme trascendencia de forma completamente tangencial: las drogas, el sexo, el cibersexo, la construcción de la propia identidad, la ausencia de los padres, las familias desestructuradas, el acoso, la depresión, el maltrato, la homofobia… todo está citado en Euphoria, pero nada está desarrollado. Como si estos conflictos no fueran más que el aderezo natural del día a día cotidiano de los adolescentes post 11S y la verdadera historia a desarrollar fuera, después de todo, los ligoteos de instituto, el cotilleo de quién se tira a quién, o el clásico relato de los amores y celos entre la cheerleader y el quarterback.