


«La perseguiré al otro lado del cabo de Buena Esperanza, y del cabo de Hornos y del Maelstron noruego, y de las llamas de la condenación. Para esto os habéis embarcado, hombres, para perseguir a esta ballena blanca por los dos lados de la costa y por todos los lados de la Tierra», decía el Capitán Ahab desde lo alto del alcázar a la tripulación que estaba a punto de condenar. Las palabras, sin embargo, salieron de la pluma de Herman Melville allá por el siglo XIX, en esa fábula contra los desmanes de la obsesión que supone Moby-Dick. En cierta forma, Everest retrata la misma obsesión y el mismo destino, pero en esta ocasión apelando a los hechos reales acontecidos en la cima del Mundo la trágica primavera de 1996.
La película dirigida por Baltasar Kormákur se ubica en el periodo en que escalar la montaña más alta se había convertido, además del reto supremo de los montañeros, en un pasatiempo para millonarios. Fueron numerosas las empresas que organizaban «excursiones» a la preciada cima, colocando para ello facilidades tales como cuerdas fijas o escaleras que permitieran un ascenso relativamente cómodo para quienes pudieran costeárselo. La historia nos pone en la piel del gerente de una de estas empresas en su afán por llevar a un grupo de clientes a lo más alto, y relata cómo su excesiva indulgencia y los caprichos del clima llevan su expedición a la catástrofe.
La realización, sin embargo, se queda corta al trazar la supuesta épica de una gesta a la que en nada ayuda un guión descafeinado. La empatía con los protagonistas es prácticamente nula, y el relato carece realmente de un conflicto potente que lleve a los espectadores al nivel de tensión que se le presupone. Sólo al final, cuando la montaña desata sus fuerzas, contemplamos el atisbo de una historia que gana en interés cuando toman el protagonismo los intentos de rescate y la lucha, no ya por coronar la cima sino por sobrevivir.
Se salvan de la quema los magníficos planos aéreos y la fotografía de uno de los emplazamientos más hermosos del planeta. Filmada en parte en los escenarios reales, esta superproducción sufrió en sus carnes las inclemencias de un rodaje sumamente complejo: entre ascenso y descenso en helicóptero todo el equipo sufrió el mal de altura propio de los escaladores; los actores estuvieron al borde de la congelación en algunas escenas, y pequeñas avalanchas sepultaron el set en varias ocasiones. Destacan, igualmente, las interpretaciones de Jake Gyllenhaal y de Emily Watson, quien la semana pasada fue galardonada con el Premio Donostia a toda su carrera en el Festival de San Sebastián. Lástima que su aportación se quede en el ámbito de los secundarios y no entre el elenco de protagonistas.