El 16 de febrero de 1981, en Brookfield, Connecticut, se produjo un asesinato. Era el primero que tenía lugar en esa localidad desde que fue fundada. Un joven asestó diversas puñaladas a su casero, al parecer por una discusión relativa a su novia. El asesino fue detenido y puesto bajo custodia. La fiscalía pedía la pena de muerte, y el joven parecía tenerlo todo en contra. Pero su defensa adujo un atenuante nunca antes visto: había cometido el crimen bajo una posesión demoníaca. Actuaron como testigos el matrimonio Warren, conocidos demonólogos locales, y aparentemente su testimonio tuvo algún efecto en el jurado, pues se redujo bastante la condena.



La saga de los Expedientes Warren ha ido llevando al cine el amplio repertorio de historias, supuestamente reales, que glosan las aventuras del matrimonio que da nombre a la antología. En esta ocasión, el caso del asesino poseído llega a la gran pantalla con dos retos que superar. En primer lugar, es una película que tiene que tratar de alcanzar el nivel de sus predecesoras, que no son pocas entre Warrens y Annabelles. En segundo lugar, tiene la ardua misión de dotar de interés una historia tantas veces vista.
En lo que respecta al primer cometido, la película dirigida por Michael Chaves cumple con un leve aprobado. Aunque sigue auspiciada por la mano del productor de cine de terror James Wan, esta nueva entrega se queda a medio gas en el terror que imperaba en sus predecesoras. Hay menos sustos. Hay menos sobresaltos. Y esto, pese a la habitual queja por exceso, en esta ocasión sí supone un obstáculo. Al final, lo que se espera de una película de terror es que le haga a uno pasar miedo.
Aunque sigue auspiciada por la mano del productor de cine de terror James Wan, esta nueva entrega se queda a medio gas en el terror
Sin embargo, resulta innegable que esa falta de garra ayuda en parte a lograr el segundo de los cometidos, que es el de hacer interesante un relato tantas veces visto. Y lo cierto es que, aunque no es para tirar cohetes, la mezcla de géneros y de tramas permite a la narración cierta desenvoltura. Por un lado, tenemos una historia de posesiones infernales; por otro, tenemos un caso judicial con un inocente camino del cadalso; en medio, un matrimonio detectivesco que tratará de demostrar la tesis infernal y que, en su camino, se topará con los ritos de los adoradores del diablo, que son quienes parecen estar detrás de todo.
Aunque tiene la atmósfera y la capacidad de generar interés, la propia historia se deja arrastrar por los atajos narrativos más simplones y abandona toda pretensión por asentar más las escenas, la intriga o el suspense. Se disfruta, pero no enamora ni encandila, ni mucho menos aterroriza.