


La Guerra Civil española fue, entre otras desgracias, un campo de experimentación; un lugar de pruebas de lo que posteriormente se alzaría como la potencia bélica máxima de su tiempo. Y tal vez ese sea quizá el sentido más ominoso de todos: la pretensión última de la matanza, más que la estrategia militar, estribaba en el sentido mercantilista del test, del experimento, del control de calidad. En efecto, la Legión Kondor, siguiendo el afán de apoyar al bando franquista, trató de borrar del mapa una ciudad entera en la primavera del 37 causando la mayor sangría de población civil por bombardeo que se había conocido hasta el momento, democratizando definitivamente la guerra e iniciando una escalada que alcanzaría su cénit en Hiroshima. Sorprende que no se hubiera llevado antes al cine.
Bastión del bando republicano, Bilbao resiste las acometidas del ejército sublevado al tiempo que refugia a los periodistas que dan cobertura de la contienda. Entre ellos se encuentra Henry (James D’Arcy), plumilla norteamericano derrotado por la vida, más preocupado de que su petaca no se quede seca de whisky que en plasmar negro sobre blanco el menor atisbo de veracidad. Aunque tampoco tendría cómo: la oficina del censor, bajo control soviético, se encarga de cortar las comunicaciones cada vez que algún corresponsal dice lo que no debe. Y lo que no deben suele ser la verdad. En medio de este contexto trabaja Teresa (María Valverde), ayudante del censor e hincha del Atleti, que encontrará en el americano un alma gemela entre excursión y excursión por los pueblos del monte vasco. No saben que, antes de lo que esperan, la guerra escupirá plomo y pólvora «termita» sobre sus cabezas.
La película de Koldo Serra presenta un conflicto entre dos historias distintas, casi contrarias. Guernica es devastada al fondo mientras, en primer término, nos centramos en una historia de amor. Los trazos del relato parecen perderse más en las diatribas del triángulo que vive María Valverde, enamorada de un periodista cínico al tiempo que perseguida hasta el acoso por un pusilánime soviético, que en generar la tensión de lo inevitable. Y la historia de amor, además, se diluye en lo cotidiano pues no tiene, realmente, nada de prohibido más allá que el cortocircuito deontológico que pueda surgir entre un periodista y una censora. Ni el París de Rick e Ilsa; ni las estepas nevadas del Doctor Zhivago.
Pese a ello, la producción se manifiesta grandilocuente en una factura que apenas detiene la cámara un instante y que se esfuerza en cada fotograma por el retrato perfecto, el marco dentro del marco, la luz inequívoca y el encuadre equilibrado. Los efectos visuales son de nota, y la interpretación del elenco bien merece un visionado en versión original —si hubiera oportunidad—. Quizá sólo por esto y por asistir al primer filme que retrata el evento merezca la pena acercarse por la sala.