La segunda temporada de Hannibal ha llegado a su fin en la NBC. A pesar de aquellos recelos que despertaba al comienzo, se ha ido haciendo una propuesta cada vez más y más interesante, hermosa y, sobre todo, atípica en una cadena pública estadounidense.
El Kabuki es una forma de teatro tradicional japonés que ha despertado el interés de artistas y eruditos desde antiguo. Se sabe que, en cierta forma, inspiró al cineasta Eisenstein la estética de sus producciones teatrales en lo que se llamó el «montaje de atracciones», que luego derivó en su teoría fílmica cuando la mezcló con su experiencia de la escritura haiku. En el Kabuki, según describe el director soviético, todos los elementos que componen la escena tienen igual rango de importancia, desde el maquillaje, las poses o los movimientos de los personajes hasta los diálogos o la propia historia. Todo importa. Igual en el Hannibal.
La serie hay que entenderla, sencillamente, como un mal sueño. Se trata de una propuesta que huye del clásico whodunit para adentrarse en un estrato diferente del noir: la caza al monstruo. En El Silencio de los Corderos Clarice se veía forzada a abandonar los territorios de la luz para llegar al inframundo de oscuridad donde reinaba el asesino en serie Buffalo Bill para, casi como un Perseo en femenino, liberar a la pobre Katherine de su Ceto particular; en Hannibal, Will Graham tendrá que sumergirse en una transformación psicológica para dar caza al gran villano.



Si bien al comienzo me molestaba el artificio de los crímenes y la imposibilidad material de Hannibal para llevarlos a cabo, los hechos que acontecen a lo largo de esta segunda temporada han terminado por eclipsar esas premisas. Hannibal sigue matando en off, sigue preparando grotescos platos en off, y la disposición en que deja sus cuerpos sigue siendo soberanamente imposible. Lo mismo los lamina que los exhuma en cuestión de minutos. No hay tiempo material para que Hannibal plante sus escenarios del crimen de esa forma tan espectacular en esos lugares tan públicos y tan vigilados como cementerios y hospitales. No se puede. No me los creo y no se toman la molestia de explicarlos. Pero no importa. Porque la serie no va de eso.
Hannibal es un paseo por las entrañas de la locura. Es una pugna mental entre dos personajes enfermos, víctima y cazador. Lo mejor de la serie sin duda es su fotografía, como ya he mencionado alguna vez. También es muy respetable su banda sonora, sempiterna y ausente de espacios silentes, con acordes que recuerdan, de hecho, el teatro japonés, y que posibilitan la inmersión completa del espectador en el mundo de los sueños, en la Estigia donde quieren hacernos navegar. El remate de la propuesta lo pone la cocina: muy centrada, de nuevo, en la tradición culinaria japonesa, y que adorna el emplatado de la ficción con un elemento que no sabría bien si clasificar como gore o gourmet.



Lo que más sorprende de la serie, no obstante, es algo que en cierta forma escapa a su equipo de producción: que siga en el aire. Piénselo un momento. Hannibal se emite en la NBC, cadena pública y en abierto. No hace falta que les recuerde lo puritano de la sociedad estadounidense en muchos aspectos, especialmente, quizá el tema sexual; en Hannibal aparece el cadáver de una joven desnuda en el interior del útero de una yegua. Hay vísceras y evisceraciones prácticamente en cada capítulo y, sin embargo, ahí sigue. En abierto y para todos. ¿Será el ejemplo definitivo de que la nueva ola de series de televisión ha trascendido por fin la HBO?
[SPOILERS]
Debo reconocer, por otra parte, que lo que realmente me ha cautivado de la temporada es la posibilidad de que Will Graham se atreva a convertirse en Hannibal precisamente para lograr atraparlo.
El juego con Freddie Lounds y los falsos asesinatos de Will me tuvieron en vilo durante un tiempo, aunque supieron jugar con la posibilidad siempre presente de que fuera parte de la estrategia del pescador. No ha sido así la resurrección de Abigail. Es cierto que en algún momento declaman eso de que «no apareció más que su oreja», pero no es justificación suficiente, en mi opinión. Cuando lo vi me pareció demasiado truco de guión, demasiado giro puesto adrede para sorprender. Eso sí: lo consigue.
La finale no podía ser mejor, con un Hannibal exultante escapando en avión con su amada Gillian mientras deja a sus espaldas un reguero de sangre. En el último episodio, Hannibal habla de su «palacio mental» y tiene su propia «boda roja». Probablemente la confirmación por parte de la cadena de una tercera temporada haya influido en este anticlimático postre que nos han servido. ¿Sobrevivirán? ¿Quién sabe? Lo digo en serio, ¡quién sabe! La franquicia no sólo ha convertido al gordinflón Freddie de las novelas en una sexy pelirroja, sino que además ha cometido el terrible acierto de matarnos al Dr. Chilton, personaje recurrente tanto en las novelas como en las películas, con lo que ha abierto la veda. ¿Quién nos asegura que Will, Jack o Alana sobrevivirán al final de la historia? ¿Nos encontraremos a una Miriam manca persiguiendo a Hannibal por derroteros europeos? ¿Y si resulta que al final no es precuela, sino una versión alternativa de la historia que habíamos conocido de libros y películas?
En cualquier caso, sin duda la propuesta es una pieza magnifica de ingeniería audiovisual sostenida por eso que falta en nuestras producciones nacionales: fotografía. Exacto. Gracias a inesperados enfoques, sorprendentes movimientos, estupendas ralentizaciones… logran hacer interesantes escenas de diálogo pedante entre dos interlocutores uno frente a otro. ¿El presupuesto? Cuatro localizaciones: cabaña de Will, casa de Hannibal, despacho de Jack y un espacio efímero donde plantar el cadáver de turno. No hay mucho más por capítulo. ¡Menos que Aída!
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De hecho, el creador de la serie, Bryan Fuller, ha declarado por ahí que cada episodio cuesta alrededor de un millón de dólares menos que cualquier otro drama parecido. Sus números son muy discretos para una network —menos de tres millones de audiencia por episodio—, y si se mantiene y se renueva es principalmente por el perfil del espectador —algo esnob— y por la repercusión que está teniendo en redes sociales y en emisiones online.
Esto me lleva a la cuestión lógica de siempre: ¿por qué no somos capaces aquí de hacer algo parecido? En serio. ¿Por qué? Φ