


Agotado tras un proceso creativo de eventual relevancia social, el diseñador Reynolds Woodcock despide a su última modelo-amante y, por recomendación de su hermana, se marcha una temporada a la casa que su familia tiene en el campo. Durante su viaje, en un restaurante de la costa, conoce a una camarera de la que se queda prendado. La joven pasa a convertirse en su nueva modelo-amante y se traslada a vivir con él y su estricta hermana a su estudio de Londres. Pero la llegada de nuevos encargos y el obsesivo temperamento del diseñador le sumergen en episodios de bipolaridad. El artista, que contempla con preocupación cómo la moda de alta costura va dando paso a la trivialidad de lo «chic», alterna estados eufóricos de trabajo obsesivo durante los que desprecia a su compañera con momentos depresivos en los que busca su consuelo como un niño necesitado de cariño. Consciente de que su amado solo le corresponde cuando está mal anímicamente, ella opta por generarle su dependencia enfermándole mediante setas venenosas que mezcla en su comida. A su vez, la protagonista tendrá que bregar con la rivalidad que supone la hermana del diseñador, que juega un rol de institutriz diabólica al estilo del ama de llaves de Rebeca, así como del fantasma de su madre, que atormenta al creador desde la tumba donde yace ataviada con el vestido de novia que él mismo diseñó para ella en sus segundas nupcias.
El que se ha vendido como trabajo definitivo del genial Daniel Day-Lewis —no es la primera vez que anuncia su retirada de la interpretación— teje con ritmo pausado un complejo tapiz de emociones que encuentran en los intérpretes la mejor baza para su desarrollo.
Con ritmo lento y cierto deje artificioso, el director y guionista Paul Thomas Anderson logra entregar una pieza hilvanada a partir de retazos de momentos cargados de simbolismo que no le hacen ascos a la comedia o incluso el suspense en una obra eminente y clarisimamente enmarcada en el ámbito del melodrama. El retrato de un amor visceral, pasional, enfermizo y, a la postre, destructivo, se plantea en términos de un realismo mordaz y a la vez sorprendentemente hechizante.
Aparte de la excesiva duración, el recreo y deleite sobre los detalles y lo estrambótico de algunos pasajes, el verdadero problema del filme es su final, quizá sobrevenido, y donde el artificio sonroja. Un final que cambia en cierto sentido todo lo que hemos aprendido sobre los personajes y que roza por instantes lo incongruente, pero que es lo suficientemente satisfactorio para sembrar en los espectadores un atisbo de sorpresa, de duda, de inquietud y, en los mejores casos, para avivar el debate a la salida de la sala.