Cuentan que cuando el presidente Lyndon Johnson visitó Mexico en 1966 desvió la ruta que tenía prevista la comitiva presidencial para que pudiera darle un abrazo a Cantinflas. No es que se tratase de un actor de su devoción. De hecho es probable que no hubiera visto en su vida una película de Mario Moreno. Sin embargo, Johnson estaba realmente agradecido, y por eso fue en persona hasta la puerta de la casa del mexicano. Dicen que, de hecho, anteriormente le había mandado una montura charra con una nota manuscrita en la que decía: «gracias a usted soy presidente de los Estados Unidos». Curioso, habiendo «heredado» Johnson la presidencia tras el asesinato de Kennedy…
Pasa a veces que, cuando las series son muy potentes en sus comienzos, poco a poco van echando el freno en intensidad para llegar a una etapa valle. House of Cards no es ninguna excepción. Después de dos temporadas de crescendo irrefrenable, esta tercera casi casi que, según me ha parecido, ha tocado techo, ha llegado a la cima o, si lo prefieren, ha rebajado la intensidad de sus tramas. El problema de las fases-valle de las series es que pueden no recuperarse.
Siguiendo la lógica del actor Michael Kelly, que interpreta a Doug en la ficción, si no sabes que Frank Underwood ya es presidente es que no estás al día y es tu culpa, lector. A otro con el rollo de los spoilers. Underwood, como se vio al final de la segunda temporada, ha conseguido llegar al Despacho Oval asesinando tan sólo a un par de personas (ironía). Presidente, sí, pero sin el refrendo de los votantes. Nuestro protagonista ha heredado un reino que no le es enteramente legítimo, como le pasó a Ford después de Nixon, o como le pasó a Johnson…
Años, muchos años antes de la muerte de Kennedy, Lyndon Johnson hacía campaña para lograr entrar en el Senado como representante de su Texas natal. Era difícil, especialmente para un candidato demócrata, y el equipo del aspirante no las tenía todas consigo. Entonces a alguien se le ocurrió que podría ser buena idea invitar a Mr. Cantinflas.
La tercera temporada de House of Cards se aleja de los tejemanejes de palacio para abordar relaciones amorosas de todo tipo
Por supuesto, Johnson no tenía la menor idea de quién era aquel actor mexicano, pero varios cientos de miles de votantes hispanohablantes y emigrantes en Texas lo conocían muy bien. Cantinflas intervino en varios actos de campaña en San Antonio, y pidió el voto para el candidato demócrata con su gracejo particular. Johnson ganó la elección, entró en el Senado, luego fue «líder de la mayoría» y posteriormente vicepresidente —sí, más o menos igual que el ficticio Frank Underwood—, pero siempre achacó su éxito a la presencia de Mario Moreno en aquellos primeros días. Por eso, cuando se presentó formalmente a las presidenciales, no dudó lo más mínimo y llamó a su amigo para la campaña. Hay constancia de que hasta 15.000 personas fueron al evento «Viva Johnson» a Los Ángeles para ver a Cantinflas. Era la estrategia ganadora, y Johnson lo sabía: tenía que contar con el apoyo del público.
Underwood también lo sabe. Como parte de su estrategia de reelección cuenta con un plan de empleo revolucionario, una biografía escrita por un autor de prestigio y su baza más importante: su señora esposa. Se antojaba una temporada interesante en plena precampaña, con Doug fuera de juego por el piñazo que le metieron en la cabeza, y con una sarta de contrincantes a las que presionar. Pero la serie no va por ahí, y ese es el problema.
La tercera temporada de House of Cards se aleja de los tejemanejes de palacio para abordar relaciones amorosas de todo tipo. En algún momento del camino de Camp David a Washington se ha perdido el contenido político y malrollero de la serie para dejarnos tan sólo con el drama conyugal, y no sólo de uno, sino de todos: Claire, Remy, Doug… Todo parejas. Todo pasional. Todo amor —y odio—. Y no digo que esté mal, oye. La serie sigue siendo estupenda, ojo. Pero no es lo que han prometido en las dos primeras temporadas. No es el Cantinflas que esperamos.