


Está documentado que el escritor Stendhal, después de visitar la basílica de la Santa Croce en Florencia, se sintió de pronto tan abrumado por la belleza y la importancia de los sepulcros que allí se conservan —Galileo, Maquiavelo, Miguel Ángel…— que tuvo que salir a tomar el aire para no desmayarse. Esta sensación que, según se ha estudiado con posterioridad, sufren algunos de los turistas que visitan la ciudad, se conoce como Síndrome de Stendhal, y se ha querido describir, hablando llanamente, como un «empacho de belleza».
No sabemos si Dan Brown ubica su última obra en la ciudad del río Arno por haber sufrido en sus carnes un desvanecimiento semejante. En todo caso, la película que adapta la sexta novela del famoso autor tiene en la belleza de Florencia su fortaleza más destacada. De hecho, probablemente, sea la única.
En esta ocasión Robert Langdon, quien fuera protagonista de El Código Da Vinci y de Ángeles y demonios, se despierta amnésico en un hospital florentino apenas pocos minutos antes de que traten de asesinarle —otra vez, según parece—. Una joven doctora logra salvarle la vida escondiéndole en su apartamento. Allí, entre alucinaciones, registra sus bolsillos y encuentra un misterioso cinlindro con un mapa del Infierno de Botticelli adulterado: alguien ha escondido pistas entre sus trazos y Brown, mitad por recordar qué le ha metido a él en ese embrollo mitad por salvar el Mundo, comienza a tirar del hilo de lo que parece una nueva gincana enmarcada entre el arte y el terrorismo. La película sigue, por tanto, el mismo esquema de sus antecesoras: un villano tiene la intención de atentar contra toda la humanidad, pero se ha tomado la molestia de dejar una suerte de pistas ocultas en piezas de arte que permitirían su neutralización.
Dirigida sin muchas ganas, el filme desglosa una parafernalia rebuscada que trata de escudar, mediante la confusión del espectador, una historia aburrida y sin demasiado fundamento. Las pistas apenas suponen un elemento de intriga; las resoluciones a los acertijos a menudo aparecen ellas solas, y el giro sorpresa del final se ve venir desde el minuto uno. Más que solucionar los acertijos, casi parece que el protagonista se dedica a ir de guía de museo en guía de museo preguntando las claves para su problemática.
En definitiva, se trata de un filme que promete más intriga y romance que el que hay en realidad, casi como la historia del propio Stendhal, que era obeso y sufría hiperstensión, y que experimentó su famoso desvanecimiento después de admirar los frescos de la Virgen María en la capilla Nicelline. Es decir, sencillamente, sintió un mareo después de estar un buen rato mirando al techo.