En cierta ocasión oí decir a un guionista profesional que Christopher Nolan tenía demasiado dinero para escribir películas; que sus problemas no son los problemas de la mayoría de la humanidad. Siendo más o menos acertada la comparación, en cierta forma estoy totalmente de acuerdo. Mi relación con Nolan es ambigua: por un lado me gusta su estilo dirigiendo y el empaque de sus películas. Por otro lado, me parece un tramposo de categoría. Ya en Memento nos coló que un amnésico no recordase nada excepto su propia amnesia; en El Truco Final atentó contra su propia norma de que la magia es prestidigitación otorgando poderes sobrenaturales —sin explicación aparente— a la electricidad; en Origen nos hizo la del trilero jugando al sueño dentro del sueño dentro del sueño para dejarnos una peonza girando, y con Batman compuso un atractivo cascarón vacío. Ahora, gracias a las bondades del VOD, ha llegado a mi pantalla Interstellar. Muy bonita e impresionante, sí. Pero… [van spoilers]
El problema de Interstellar es que lleva camino de convertirse en uno de esos totems incuestionables como son algunas películas menores de John Ford sólo porque tiene de trasfondo una trama inmortal —la ausencia, la muerte y el sacrificio por la salvación del padre a los hijos—, y se sostiene sobre una compleja artimaña científica. Los acérrimos defensores la consideran perfecta y, en el instante en que alguien plantea el menor resquicio, inmediatamente se resuelve toda discusión ad hominen, negando la capacidad del interlocutor de comprender los detalles científicos de la trama. El problema es que la película hace aguas precisamente en todo lo que no tiene nada que ver con la ciencia.
Nolan no puede hacer una película si no tiene un puzzle y una trama circular con la que quedarse con la audiencia
Por si no están al tanto, Interstellar narra la historia de un futuro trágico. Sencillamente, el planeta se está convirtiendo poco a poco en Marte: un secarral. Para salvar a la Humanidad, una desmantelada NASA tiene recursos suficientes para mandar al espacio al primer granjero que descubre sus instalaciones secretas con la idea de explorar varios planetas que, sorpresivamente y por la gracia de Dios de seres extra-dimensionales, han aparecido junto a Saturno a través de un «agujero de gusano». De la docena de mundos que anteriores expedicionarios han investigado, tan sólo tres parecen poder albergar vida, y allí que se van. Pero ojo, hay un problema gordo: los planetas están demasiado cerca de un agujero negro, lo que trastoca la dimensión temporal del asunto. Descartado el primer planeta y, después de casi morir en el segundo, todo parece que termina cuando el protagonista se sacrifica para salvar a su compañera de expedición y mandarla al tercer planeta habitable. Nuestro héroe se lanza al agujero negro a pelo, sin nave ni nada, y ahí es donde debería haber terminado la cosa. Pero Nolan no puede hacer una película si no tiene un puzzle y una trama circular con la que quedarse con la audiencia. Por eso pasamos a otra dimensión, situamos al protagonista en un teseracto —una figura geométrica tetradimensional— que adopta caprichosamente, y de nuevo gracias a Nolan Dios seres extra-dimensionales seres humanos del futuro que viven en cinco dimensiones, la forma de la estantería de la habitación de su hija. Como suena.
La gracia del tema es que el protagonista logra encontrar al comienzo la ubicación de la base secreta de la NASA gracias a unas coordenadas que aparecen mágicamente en el polvo que se acumula en la habitación de su hija. Al final, resulta que él mismo desde el teseracto, en un lugar más allá del espacio y del tiempo —un agujero negro al que ha llegado a través de un agujero de gusano que ha aparecido mágicamente orbitando Saturno—, es quien le transfiere ese código y los datos relativos al núcleo, que son el McGuffin que necesita su hija en el futuro para resolver la ecuación que permita a la Humanidad llegar al planeta habitable donde está Anne Hattaway y fecundarla con los cientos de embriones que llevan congelados, supongo, mientras a él lo rescatan dos naves espaciales que pasaban por allí.
Además de la factura visual, que es muy impresionante en todos los sentidos, lo cierto es que la película tiene diversas virtudes que son dignas de alabar. La sucesión del relato, la aparición en cada nueva etapa de un nuevo enemigo —el polvo, un agujero negro, un científico loco, el fracaso de la ecuación que pretendía salvarlos a todos…—, efectivamente son elementos que la hacen interesante y entretenida de ver. La interpretación, aunque un poco plana por parte de todos, también es de lo más respetable. Ahora bien, está todo construido sobre una argucia con un final sacado de la manga interdimensional, y eso me pone de los nervios.
Pasando por alto lo irreal de que dos naves encuentren a un náufrago espacial a la deriva en medio del UNIVERSO, la propia película se construye sobre una paradoja evidente —el protagonista se lanza al viaje cuyo destino es lograr que el protagonista se lance al viaje; la humanidad tiene que salvarse para poder volver al pasado y lograr que la humanidad pueda salvarse—, y avanza sobre una premisa gratuita tras otra. No es ya que la solución a todo venga de la nada, es que además el director se recrea con aderezos del tipo extrasensorial: por ejemplo la hija, mirando el reloj receptor del mensaje que llega a través del «espacio y del tiempo», «sabe» perfectamente que el emisor es su padre. Prácticamente sucede lo mismo que en El Truco Final: después de todo, a la Humanidad la salva un mago Dios Nolan seres extra-dimensionales humanos del futuro, que colocaron una galaxia nueva en el pasado lo suficientemente cerca de la Tierra para salvar a la Humanidad, y lo suficientemente lejos para que Christopher Nolan pudiera hacer otra de sus películas.
Shame on you -blasfemo!