


Aunque parezca mentira ya han pasado veintisiete años en la ficción del nada apacible Derry y, como mandan las leyes orbitales que rigen el universo cinematográfico en que se desarrolla, el malvado payaso Pennywise vuelve a la vida para alimentarse de nuevo de los miedos infantiles. En este contexto, se hace necesario que la pandilla de «Los Perdedores», que ya consiguieron vencerle en 1989, se reúnan de nuevo para plantar cara al horror, y esta vez de forma definitiva. Sin embargo, hay un problema: no se acuerdan de su vida anterior.
Aquejados de una supuesta enfermedad llamada «madurez», los antiguos miembros de la pandilla deberán primero reencontrarse con su yo infantil para poder enfrentarse al villano en una suerte de ritual indio que, según nos cuentan sobre la marcha, es la única forma de derrotarle. Claro, el reencuentro con la niñez implica explorar antiguos recuerdos, pero también desenterrar viejos traumas y terrores olvidados: el hermano que dejaste morir, los abusos de tu padre, las burlas, el bulling, la represión…
La segunda entrega de la adaptación de la novela de Stephen King desarrolla a lo largo de dos interminables horas de metraje la búsqueda de sus protagonistas de aquellos instantes del pasado que les permitan luchar contra el terrorífico payaso. Búsqueda que es salpimentada, como no podía ser de otra manera, con sustos y sobresaltos llevados a cabo gracias al prodigio de lo digital. Así, los nuevos miembros de la pandilla, de rostros sin duda bien escogidos, alternan con sus versiones infantiles el desarrollo de una historia con más nostalgia que terror en la que, de nuevo, el payaso maléfico parece no querer alcanzar nunca del todo a sus presas y donde, también de forma inevitable, el horror deja paso al chiste fácil y al humor absurdo.
Se echa en falta aquel punto de cuento de maduración que tan bien supieron trasladar a la pantalla los integrantes del reparto infantil en la primera, con la soberbia Sophia Lilllis a la cabeza. La naturalidad en este segundo capítulo solo vuelve a verse a destellos, cuando los niños retoman el relato y los conflictos de madurez vuelven a ser del todo creíbles. El resto del tiempo la película se desarrolla como un relato de aventuras sobrenatural más bien flojo y carente de encanto protagonizado por adultos con miedo a la oscuridad.
No obstante, quien se mete a ver esta secuela obviamente sabe a lo que se atiene, de ahí que, muy probablemente, encuentre en el sobresalto, el susto traicionero, el humor chabacano y el punto gore de las imágenes aquello que haya ido a buscar al interior de la sala.