


Ayer vi «Jawbone», película dirigida por Thomas Napper y protagonizada por un soberbio Johnny Harris, acompañado por unos estupendos Ray Winstone y Michael Smiley. Si te gusta el boxeo como deporte y eres aficionado/a a las películas que versan sobre lo que pasa dentro y fuera del ring… deberías verla. Pero te advierto: si tienes en mente la producción arquetípica del género, protagonizada por Silvester Stallone —sí, hablo de «Rocky» —, quizás deberías enfrentarte a la peli con una mente fresca y otros ojos. Rocky y casi todas las películas similares que le siguieron con los años, siendo estupendos productos de entretenimiento, han hecho bastante daño a este deporte, propagando clichés, roles y escenarios que se han repetido hasta la náusea, despojándolos de todo sentido y carga dramática.
No quiero decir con esto que lo que se muestra en estas películas sea una mentira integral. Es cierto que al mundo del boxeo le rodea un cierto halo de sordidez. También de superación y ruleta rusa emocional. Existen entrenadores y preparadores carismáticos, cambios de vida y dirección, gracias a la práctica del boxeo. Pero, como en todo deporte, si nos paramos a pensarlo. Pero claro, carece de la épica de dos personas queriendo matarse a golpes. Incomparable, en términos de dinámica e impacto visual.
Es cine (negro) inglés de pura cepa, impregnado de húmeda y fría suciedad urbana, trufada con ese duro acento del sur de Londres, seco y hermoso como un uppercut a tiempo
Pero Jawbone es más que eso. O, mejor dicho, no es SÓLO eso. De hecho, no existen largas secuencias coreografiadas de intercambios de golpes, escenas épicas a cámara lenta, recuperaciones milagrosas desde la lona, ni nada parecido. Las (pocas) secuencias de lucha estrictamente hablando se sitúan al final del metraje, en una sucesión casi cacofónica visualmente. Así son las peleas de verdad, si las vemos dentro del ring: un caos controlado donde no siempre hay belleza estética, si no se está atento para encontrarla.
La película de Napper habla de otras cosas, no sólo de boxeo. Habla de derrota, de descenso a los infiernos, de adicción, inseguridad, pobreza (prácticamente indigencia), carencia de asideros emocionales y pérdida de sentido vital. Y también de una búsqueda desesperada de salvación. Es cine (negro) inglés de pura cepa, impregnado de húmeda y fría suciedad urbana, trufada con ese duro acento del sur de Londres, seco y hermoso como un uppercut a tiempo. Es cierto que recurre a ciertos lugares comunes y clichés del género, pero tratados con cierta elegancia, con plena consciencia de sí mismos y de que, sin ellos, el espectador no tendría una brújula con la que orientarse en el viaje. Quizás un efecto secundario inevitable de las producciones ochenteras y subsiguientes, de las que te hablaba antes.
El discurso de Jawbone se centra en el personaje principal, Jimmy McCabe. Un campeón juvenil de boxeo que, en un momento dado, pierde el rumbo de su vida y no vuelve a recuperarlo nunca. Siendo ya un ex-boxeador maduro, poco más que la sombra de una promesa hace tiempo olvidada, se ve a si mismo enredado en el alcoholismo y la pobreza, sin poder tomar las riendas de su existencia y sin ningún referente que le pueda valer de guía, más allá del gimnasio de barrio donde se formó, en su día. A él trata de volver, con la bolsa de deporte cargada de pecados, errores y sueños truncados. No con el ánimo de redimirse y alcanzar la gloria, sino de encontrarse a sí mismo y asirse a algo que le devuelva la dignidad. Aunque sea de manera temporal y precaria.
Un film elegante y sutil, sin sensiblería y no del todo predecible. Una delicia para aficionados, pero también una estupenda manera de ver una apuesta cinematográfica diferente y un contenido y sereno trabajo actoral con momentos de auténtica grandeza, por parte de Johnny Harris, que pueden reconciliar con la calidad del cine europeo —si obviamos el Brexit—, aunque no nos interese lo más mínimo lo que ocurre dentro de las doce cuerdas.
Nota: 8/10