


La segunda entrega de la saga protagonizada por el impávido pistolero John Wick comienza con las imágenes del clásico de Buster Keaton El moderno Sherlock Holmes (1924). No son pocos los que han querido ver en esa cita toda una declaración de intenciones en cuanto al tono y pretensiones de la pieza, más cercana al despiporre audiovisual y al espectáculo sanguinolento gratuito que al enfoque más dramático que se podía apreciar en la historia de venganza de la primera, cuando se alternaba matanza tras matanza con planos aéreos de las calles de Nueva York bullendo en rojo carmesí.
Esta entrega arranca donde terminaba la anterior. Nada más acabar de solucionar todos los flecos que quedaron colgados de la primera entrega, el asesino profesional John Wick solo desea regresar a la tranquilidad de su casa con su perro y su coche. No obstante, apenas una noche de descanso tras su regreso, un nuevo problema se presenta ante su umbral. Nada menos que uno de los principales capos de la camorra llama a su puerta exigiéndole el pago de una deuda pendiente. Deuda que se manifiesta como un encargo que, en todo caso, tanto si lo lleva a la práctica como si no, no puede acarrearle más que problemas.
El filme cuenta entre sus grandes virtudes, además de traer los deberes hechos de la pieza precedente, la capacidad de recrear todo un universo ficticio en torno al que parece un clandestino y aristocrático gremio de criminales y asesinos que, como los piratas Henry Morgan y Bartholomew Roberts, siguen un particular y bastante estricto código de honor.
Sin embargo, las estridencias visuales no ayudan a mantener una dinámica que por instantes se transfigura en una suerte de película de James Bond sacada de un cómic. John Wick, antes de emprender sus encargos de asesinato, se compra un par de trajes de corte italiano y tejido antibalas —no anti-cuchillos, ojo—; «cata» dos o tres pistolas con el «sumiller» correspondiente; y se enfrenta a decenas de hombres de goma que esperan gentilmente en la posición adecuada para que el inexpresivo Keanu Reeves les meta un tiro a dos palmos de la cara después de dar tres volteretas. Algunos instantes rozan tanto el ridículo —el duelo «de tapadillo» en el metro…— que la única manera de entenderlos es desde la perspectiva de la comedia y el humor negro.
Aunque carente de la diégesis de la primera, que sabía plantear la presentación del protagonista desde el suspense, esta entrega hará de nuevo las delicias de los fans del género de patadas, puñetazos y artes marciales a pesar de alejarse del drama sanguinario que promete para dar un divertimento más visceral que profundo.