


Quizá el instante que mejor describe la última entrega de la trilogía protagonizada por el agente Johnny English sea cuando el actor Rowan Atkinson, enfundando en una armadura medieval, y en el contexto de un castillo escocés, neutraliza a espadazos la amenaza que supone la inteligencia artificial de un teléfono móvil de última generación. La metáfora visual logra, quizá sin pretenderlo, actualizar un mito de lejanas resonancias al poner frente a frente a un caballero andante y a semejante quimera electrónica. Se completa, además, la conclusión obvia al ser precisamente Johnny English el paladín que obra la hazaña de salvar al mundo de los funestos males de la tecnología.
El argumento de esta nueva entrega no se complica demasiado. Un hacker ha accedido a la base de datos del MI7 y ha robado la identidad de todos los agentes secretos del servicio británico. Además, se está dedicando a causar el caos con atentados ciberterroristas de bajo perfil: cerrar todos los semáforos del mundo; dirigir el tráfico aéreo mundial al mismo aeropuerto, o hacer girar la gigantesca noria London Eye en modo centrifugado. El gobierno británico, para poder desenmascarar al hacker, sólo encuentra una solución: recurrir a alguno de los viejos agentes retirados cuya identidad secreta sigue siendo desconocida y, por supuesto, el primero disponible es el más torpe de todos.
Johnny English realiza un alegato en favor de lo analógico, rechazando de plano cualquier avance tecnológico que vaya más allá del motor de combustión
La misión de Johnny English recorrerá el itinerario habitual de cualquier película de la saga James Bond, a la que parodia. Estas etapas incluyen el restaurante de lujo, el yate de lujo y, por supuesto, el enfrentamiento con la malvada espía enemiga que, en esta ocasión, está precisamente interpretada por una auténtica «chica Bond»: Olga Kurylenko.
Sería absurdo exigirle a la tercera entrega de una saga paródica un estándar de calidad que fuera más allá que lograr al menos una sonrisa en los espectadores. Atkinson, sabio conocedor del género y maestro en el arte de reírse de uno mismo, adapta sus viejos gags de Mr. Bean para lanzárselos a un público previsiblemente más joven, y quizá sin demasiado acierto. En efecto, en la película hay instantes divertidos, pero tal vez sean los menos de entre una sucesión bastante previsible de chistes sin mucha gracia.
A pesar de todo, sí hay un elemento destacable que juega a la contra de todas las premisas tradicionales del género. Lejos de hacer uso, como es habitual, de las más modernas innovaciones tecnológicas, Johnny English realiza un alegato en favor de lo analógico, rechazando de plano cualquier avance tecnológico que vaya más allá del motor de combustión y resultando finalmente la clave de su éxito: sin móviles ni vehículos que pueda hackear, el villano terminará sucumbiendo al rudo y eficaz garrotazo medieval.